Papel crítico 67

David Enrique Valencia*

Universidad de Antioquia (Colombia)

Sangre y filiación en los relatos del dolor

Autores: Gabriel Gatti y Kirsten Mahlke (Eds.)

Páginas: 280

Editorial: Iberoamericana-Vervuert, 2018

Ciudades: Madrid/Frankfurt

Una de las consecuencias del auge contemporáneo de la razón humanitaria (Fassin, 2016) es el surgimiento de una forma estandarizada de aproximarse al dolor, de nombrarlo por medio de un lenguaje burocratizado y protocolizado dispuesto meticulosamente para no problematizar nuestras reacciones «más firmes» frente al fenómeno del sufrimiento. Lo paradójico es que la razón humanitaria que se extiende por el mundo también impone una forma de representar el pasado caracterizada por el protagonismo de ciertas formas de violencia extrema y la predilección por tonos que propondré llamar «tremendistas». El lenguaje humanitario, caracterizado por la selección de ciertas violencias y ciertos estilos, se traduce en la existencia de una matriz expresiva y representacional que por medio de la (sobre)visibilización de algunos aspectos de la realidad invisibiliza otras violencias y formas de vida en la violencia.

De este marco de visibilidad y sensibilidad que impone la razón humanitaria viene a sacudirnos el libro editado por Gabriel Gatti y Kirsten Mahlke, en el cual se nos muestra por medio de la problematización de las relaciones de sangre y filiación, los intensos y variados mundos de vida que se generan en situaciones de violencia y exclusión.

El texto surge del seminario homónimo, celebrado en Bilbao en mayo de 2014 y organizado por los equipos de investigación de los proyectos «Mundo(s) de víctimas» de la Universidad del País Vasco (España) y «Narratives of Terror and Disappearance» de la Universidad de Konstanz (Alemania). Se trata de un trabajo de textura genealógica, en el que se interroga la aparición de la sangre en el discurso público contemporáneo en general y en las ciencias sociales en particular, especialmente en aquellas articuladas al campo del sufrimiento, donde la sangre es «el líquido en el que nadan sus objetos» (p. 8).

Parece, nos dicen los editores en la introducción, que a falta de otras certezas en las que asentar la identidad en un mundo de sufrimiento e incertidumbre, la sangre se ha convertido en la invariante más firme, la materia de nuestras verdades más profundas y el «acceso directo a nuestra ontología» (p. 11). Ante este escenario, que los editores advierten en formas de aproximarse a la circulación de la sangre ya muy extendidas («la sangre nunca miente», «identidad verdadera», «anhelo del origen», «materialidad pura», «sustancia cohesionadora»), la perspectiva genealógica-paródica que se encuentra en el texto nos revela los engranajes políticos y culturales que construyen esa apariencia de esencialidad de la sangre. Pero que sea construido y que sea histórico no quiere decir que no exista o que sea falso. Para bien o para mal, la politización de la sangre y la sanguinolización de la política define al viviente de hoy en día, ya sea para habilitar nuevas formas de control «documentos de identidad, controles de población extranjera, administración de las poblaciones vulnerables…» (p. 16) o para habilitar nuevas formas de empoderamiento «políticas de Derechos Humanos» y «reclamos de reconocimiento de colectivos diversos» (p. 16).

En el extenso continuum biopolítico habilitado por estos dos extremos, control y empoderamiento, se desarrollan los textos que componen el libro. Para ello se subdivide en cuatro secciones: (I) La sangre como invariante; (II) Los parentescos sin sangre; (III) La sangre cuando puede gobernarse; y, (IV) La poderosa sangre de las víctimas. A las primeras secciones dedicaré un comentario más extenso. Con las dos últimas haré un trabajo diferente, comentándolas brevemente primero y usándolas después para comprender los usos de la sangre en el contexto del conflicto armado colombiano.

Viajando con una maestría envidiable por los temas más duros de la antropología, el texto de Enric Porqueres i Gené que abre la primera sección, «La tozudez de la sangre: excursión por el país, no consensual, de los antropólogos», nos habla de la consanguinidad como una constante antropológica que ha permitido demarcar la línea entre naturaleza y cultura. En su texto entendemos que nociones como persona y grupo, por no hablar de esos íconos antropológicos que son los clanes y las fratrias, se definen, aunque no se agoten, en el registro de substancias como la sangre, las cuales «dan un sentido concreto a la genealogía» (p. 35). De hecho, es la sangre la que hace que la identidad personal, sin dejar de ser única, también esté ligada a una larga cadena filiatoria, esto es, que sea única y compartida, cultural y biológica. Al ponernos sobre esta pista filiatoria de la identidad el autor nos recuerda también que la crítica de los fundamentos de la identidad solo es «audible» si se parte de esta «tozudez de la sangre».

Si el texto de Porqueres i Gené revisita las preocupaciones fundantes de la antropología en torno a los sistemas filiatorios como fundamento de la identidad, el de Andrés G. Seguel, «Regímenes de afectación biosocial», nos acerca a las nuevas formas de ligar y desligar la identidad a través de la tecnificación de la sangre. Aunque ubicados en extremos opuestos, el de lo viejo/clásico y el de lo nuevo/tecnocientífico, ambos textos coinciden en la centralidad de la sangre para la fundación de la identidad (p. 42). La novedad de la temporalidad tecnocientífica de Seguel consistiría en que las intervenciones biomédicas y biotecnológicas «producen solidaridades más amplias que las asociadas a la familia» (p. 51). Cuando las relaciones entre sangre y filiación se diversifican, nos dirán también los textos de Martínez, Imaz, Sosa, y Goyochea/Grynberg/Perez, se establecen novedosas formas de sociabilidad y redes afectivas.

Indagando con belleza literaria y rigor detectivesco en el «sacrificio humano» de los aztecas, el texto de Kirsten Mahlke que cierra esta primera sección («Los abren vivos por lo pechos. Una lectura metafórica del sacrificio humano de los aztecas») muestra que la violencia y el expolio del imperio azteca en la conquista española se justificó por una lectura literal de un ritual que para los aztecas estaba cargado de un rico significado metafórico. Los españoles de la conquista no lo quisieron ver, por su afán de justificar el recurso a la guerra de agresión atribuyendo prácticas «bárbaras» a los indígenas; y no pudieron ver, por tratarse de un grupo de hombres «sanguinarios y pobres en metáforas» (p. 67), los usos metafóricos de la sangre en los rituales aztecas.

La segunda sección continúa con este registro metafórico de la sangre. El texto de Jaume Peris Blanes «Comunidad, crisis social y paradigma inmunitario en las ficciones zombis contemporáneas», nos acerca a la figura del zombi y a su capacidad de condensar miedos y angustias sociales que de otra manera no encontrarían expresión fácil en los lenguajes profilácticos de nuestras sociedades. El primer tema que se nos presenta en estos relatos de zombis es el de la destrucción de lazos sociales tradicionales por el riesgo de contagio con sangre contaminada. Esta situación puede dar lugar tanto a una lógica inmunitaria que conjure el riesgo y ponga límite a los contagios e infecciones (p. 73), encerrando a la sociedad en sí misma a través de su militarización o securitización (Esposito, 2005), o a una reformulación de comunidades y formas de vida posibles en situaciones de colapso (p. 74).

Precisamente a indagar sobre estas nuevas formas de comunidades se dedican los dos últimos textos de esta sección, los de María Martínez («‘La familia lo es todo’ en la violencia de género: transmisiones generacionales, familias desgarradas y parentescos extraños») y de Elixabete Imaz («Sustancia de parentesco y creación de filiación en las maternidades lesbianas»). Martínez nos muestra que la familia lo es todo no solo por ser el espacio en el que se (sobre)visibiliza la violencia de género, sino también porque las respuestas legales e institucionales a la misma hacen cristalizar visiones conservadoras sobre la familia y esencialistas sobre el papel de la mujer en ella. Ante este escenario familista, una alternativa consiste en la constitución de redes de sororidad/solidaridad/socialidad (p. 100) por medio de las cuales sea posible crear nuevos sentidos de comunidad a partir de la experiencia compartida del dolor, comunidades en las cuales el sentido del parentesco vaya «más allá del marcado por la línea de sangre» (p. 101). El texto de Imaz también problematiza la filiación basada en esos elementos naturalizados que son el semen, el óvulo o el útero, mostrando que en las nuevas dinámicas tecno-científicas para producir la relación materno-filial en parejas de mujeres lesbianas pueden ser artificialmente alterados a favor de la producción de nuevos significados de maternidad. Si las formas dominantes de parentesco occidental naturalizaban la sangre para producir una única forma de familia, las nuevas formas de reproducción asistida artificializan la sangre para permitir múltiples formas de filiación.

La tercera sección, organizada bajo la idea de gobierno de la sangre, nos habla de la producción metafórica de la vida en situaciones de extrema violencia o exclusión. Gudrun Rath, en «La memoria desangrada. Filiación histórica y cultural del zombi», regresa a los relatos de zombis en el Caribe para mostrarnos su capacidad de operar «como una teoría de lo social en miniatura que incluye una teoría de los afectos, como otras del duelo, la venganza y la solidaridad» (p. 129). Cecilia Sosa, en «Estirpes postsanguíneas. Abuelas de plaza de mayo, 23 pares y una performance ampliada de la familia herida», describe cómo de las «familias heridas» por el terrorismo de Estado surge un «Performance del ADN» que pone en juego una «nueva constelación de intimidades» no limitadas por la sangre; performance(s) que desafía(n) tanto al terrorismo de Estado que las provoca como a las políticas de la memoria que las pretenden encauzar dentro de la santidad del parentesco —vía biologización—. Luz C. Souto recurre a la «literatura de regresados» en «Fantasmas, zombis y la metáfora de la carnicería en la literatura» para mostrarnos las formas en que la estética ligada a la muerte confronta la sociedad con los excesos no asumidos del pasado (p. 159). Y por último, Agueda Goyochea/Sebastián P. Grynberg/Mariana Eva Perez, en «El cuco, los güérfanos, la glotonería de los normales y la elaboración de morcillas», acuden al registro paródico de las narrativas morcilla —sí, morcilla: sangre coagulada al interior de la tripa de cerdo— para quitarle seriedad y ontología a las políticas dominantes de la memoria en Argentina. La conclusión de esta sección es que aunque sean rotos, paródicos o monstruosos, la vida sigue produciendo sentidos y modos de habitabilidad aun en aquellos espacios del sinsentido y de la imposibilidad de la vida.

A través de poderosas metáforas, la cuarta y última sección nos ayuda a entender, casi que sentimos que a palpar, distintos aspectos de la violencia y la modernidad humanitaria que habitamos. Humores líquidos y humores densos, matarifes y siluetas en espacios cotidianos, cadáveres que regresan o que nunca se han ido y cuerpos leprosos, funcionan aquí como «regímenes representacionales» (Blejmar, p. 211) de los mundos de vida conformados en la violencia. En «El humor cambiante de las víctimas», Gabriel Gatti historiza la figura de la víctima, mostrando las economías morales vehiculizadas por dos tipos ideales e históricos de víctima: la víctima heroica, la de la sangre afuera y la lágrima adentro, y la víctima común, la de la sangre adentro y la lágrima afuera. Jordana Blejmar, en «Reses, sombras, siluetas: El matadero de Paula Luttringer», nos hace una genealogía del matadero como régimen representacional para mostrarnos los alcances —«violencia subrepticia en el ADN nacional» (p. 219)—, y las ambigüedades —«animales/humanos», «muertos/vivos», «aparecidos/desaparecidos»— de la violencia en Argentina. Por su parte, en un juego de reflejos invertidos de representaciones macabras, Josebe Martínez nos narra en «Sangre de mi sangre. Performances de terror y re­silien­cia», el espectáculo del exceso en el que participan el narco que ostenta su poder, las artistas que narran la violencia en Ciudad Juárez y el Estado mexicano, que aunque juegue con los dados marcados, sabe que no puede quedarse atrás a la hora de mostrar sus credenciales del horror. Y aunque no suela aparecer en este espectáculo, al menos no de la misma manera, todo este juego de visibilidades horrendas, nos recuerda la autora, tiene un beneficiario final: las industrias maquiladoras que se benefician de la mano de obra barata de las mujeres en Ciudad Juárez.

Cierran la sección y el volumen los textos de Ulrike Capdepón y Claudia Fonseca. Capdepón, en «Memorias familiares, identidades reprimidas y la vida política de los cadáveres: el significado actual de las narrativas de parentesco en las exhumaciones de la guerra civil española», a través de un trabajo de campo «realizado a pie de fosa» (p. 239), rastrea la vida política de los cadáveres. La identidad de la víctima al interior de las políticas de exhumación en España es disputada por dos dinámicas de memoria: filiatoria y afiliatoria. La primera inscribe la trayectoria del cuerpo en el registro de la «biologización» familiar. La segunda rescata los compromisos ideológicos del cuerpo exhumado. Lo que está en juego nuevamente acá es la comunidad que se construye: o una comunidad privatizada al estar basada en los lazos familiares o una comunidad política que historiza la trayectoria del muerto. Si Capdepón nos habla de la vida política de los cadáveres, en «La reparación por los derechos violados: dolor y ADN en las narrativas de los segregados compulsivamente por lepra», Fonseca se ocupa de la vida política de las demandas de justicia. A través del Movimiento por la reintegración de los Afectados de Hanseniasis (lepra), se nos muestra que la trayectoria y la suerte de las demandas de reparación y justicia de diferentes violencias dependen de las narrativas del sufrimiento y de las políticas de reconocimiento de lo humano vulnerado (Gatti, 2017) habilitadas históricamente.

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Una de las virtudes más relevantes del libro consiste en la capacidad de iluminar y provocar reflexiones sobre realidades y contextos distintos a los considerados directamente por sus autoras y autores. Por eso, me propongo sacarle punta al hilo rojo de las últimas secciones del texto para problematizar el papel de la sangre en la construcción del relato sobre la violencia en el contexto transicional colombiano.

Uno de los rasgos operativos más sobresalientes de la introducción de la justicia transicional en Colombia es la consolidación de una importante institucionalidad humanitaria para representar el pasado de violencia vivido en el país. Mecanismos judiciales y extrajudiciales, entre los que se encuentran juicios penales, comisiones de la verdad y comisiones de investigación histórica, han sido apuestas éticas, políticas y metodológicas loables para representar la violencia del conflicto armado. Sin discutir la importancia de estas apuestas, quiero problematizar la forma en la que se ha inscrito la violencia en el marco interpretativo de la justicia transicional, fuertemente determinada por el lenguaje humanitario como matriz expresiva para reconstruir los pasados de violencia de sociedades en transición o en propósito de estarlo (Capdepón, p. 236).

Como consecuencia del protagonismo del lenguaje humanitario1 se consolida un régimen de representación que acá llamaré tremendista2. A partir de su articulación en comisiones de la verdad, procesos judiciales y aparatos de reconocimiento transicional, el relato tremendista se ha convertido en la palabra pública autorizada, a la manera que lo ha sido el hijismo en las políticas de memoria en la Argentina (Sosa, p. 148; y Goyochea/Grynberg/Perez, p. 180).

Goyochea/Grynberg/Perez hablan del hijismo como la versión extrema del familismo —«De ese mal espantoso llamado «familismo», nos interesamos por una vertiente específica, el hijismo» (p. 180)—, que consistiría en la selección de figuras llamativas para su exposición zoológica. A esta misma zoologización se presta el registro tremendista que domina los relatos institucionales sobre la violencia en Colombia. Masacres, torturas, descuartizamientos y desmembramientos —la sangre en estado puro— se vuelven expresión —única— de violencias autóctonas que habilitan el ejercicio profesional de un ejercito de especialistas en dolor y traumatismos y de una abigarrada maquinaria internacional para la gestión del pasado. Como nos recuerdan Goyochea/Grynberg/Perez, para el caso del hijismo, estos relatos dominantes generan una sensación de autosatisfacción absolutoria en los integrados: «Uno se siente hermoso ante semejantes fealdades, uno es generoso frente a las injusticias, hemos sido valientes al encarar a los monstruos. Nosotros, los normales, tenemos necesidad del horror que padecen las víctimas para revelar nuestra grandeza íntima» (p. 187). Por supuesto, ante tal muestra de interés reciente de los integrados, cabría preguntarse con las autoras por qué «los normales preguntan, ahora, lo que entonces no quisieron saber»3 (p. 187).

La hipótesis que quiero proponer acá y que se construye a partir de la lectura del libro que reseño es que el tremendismo es a Colombia lo que el familismo y el hijismo es al Cono Sur de América Latina: un relato dominante para reconstruir el pasado. Si la agencia de los hijos y nietos de desaparecidos del Cono Sur se manifestaba en su oposición al familismo dominante para conformar los lazos sociales por medio de la puesta en práctica de identidades débiles o paródicas (Gatti, 2011) que construían comunidades alternativas a ese relato esencializado de la familia, la agencia de las víctimas en Colombia se puede rastrear en su oposición al tremendismo como relato dominante en la representación del pasado. Y no es que la violencia que padecen las víctimas en Colombia no sea tremenda; de lo que se trata más bien es de que ese tremendismo representacional que tiñe —de un rojo oscuro— el relato de la violencia opaca con igual eficacia tanto otras violencias más silenciosas, pero más estructurantes, como formas de vidas otras por medio de las cuales las víctimas promueven reorganizaciones comunitarias y colectivas profundamente disruptivas del mundo de la violencia.

El papel del relato tremendista en la re-construcción de la violencia rompe una cadena representacional más compleja para quedarse con trozos dispersos de una violencia atroz pero fácilmente administrable por las tecnologías transicionales. A la sangre derramada en una masacre, una respuesta judicial; a la sangre sufriente del desplazado, una compensación económica; a la sangre coagulada del torturado, un estándar de verdad. Así, sencillo pero efectivo. Sobre todo, a los hechos visibilizados por el registro tremendista, y a la forma de su puesta en circulación, le cuadra bien la respuesta punitiva antes que ciertas reformas estructurales o reparaciones transformadoras (Fonseca, p. 260). Individualización de responsabilidades, hechos fácilmente probables y figuras identitarias fijas —Víctima y Victimario, sin matices ni zonas grises— construyen una «economía de lo oculto»4, a partir de la cual la violencia aparece como la expresión de individuos incivilizados y bárbaros.

Precisamente estos relatos son eficaces para reproducir el binarismo civilización-barbarie que reduce la violencia de ciertas partes del mundo a ser la expresión de atávicos subdesarrollos civilizacionales desarticulados de los centros —civilizados— del mundo (ver el texto de Mahlke en este volumen para la justificación de la conquista de México). Según estas aproximaciones, la violencia caracteriza la personalidad de los habitantes de las zonas sin ley, pero no el programa económico y civilizacional —mucho más silencioso y aparentemente menos sanguíneo— que articula al mundo entero y que beneficia culpablemente a las zonas con ley.

La violencia tremendista se convierte en un sobrante del proceso civilizatorio, un resto desgajado del que bastaría liberarse por medio de estándares transicionales que operan como estándares modernizantes para enderezar —o continuar— la marcha del proceso civilizatorio. Esto coincide con expresiones comunes en el mundo de las transiciones, donde se elogia el saberse sobreponer a la violencia por medio de actitudes innovadoras y economías productivas, que mostrarían que a pesar de la violencia padecida, las víctimas tienen el remedio civilizatorio —la economía capitalista— a su alcance.

Lo contradictorio es que, aunque se exijan actitudes saludables y económicas, los relatos de extrema violencia donde la sangre es protagonista suspenden el duelo en un tiempo circular de eterno retorno de un dolor intramitable —melancolía en términos psicoanalíticos—, vivido en la esfera privada del doliente, sin dimensiones políticas que permitan su comprensión y articulación al espacio público. Se trata de una memoria privatizada, que no logra convertirse en una memoria pública que permita hacerle justicia a la trayectoria política de las víctimas (Capdepón, p. 249). El relato tremendista y sus énfasis en la carne destrozada y en la sangre que circula a borbotones encierran la violencia en el cuerpo del doliente, sin permitir el carácter curativo del duelo público que solo su filtración al espacio de la ciudad podría garantizar (Martínez, J., p. 231-232).

Debido a que el relato tremendista no se inserta en el tiempo de las injusticias sino que se queda en el presente del cuerpo sufriente, se pierde la trayectoria política del sujeto, aquella que lo llevó a oponerse al terrorismo de Estado, a organizar su vida emocional en torno a comunidades de resistencia y a articular proyectos políticos alternativos; no solo a la violencia del pasado sino al presente y al futuro de la transición, como muestra Capdepón para el caso de los represaliados por el franquismo en España.

En último término, lo que se pierde con este relato tremendista es la posibilidad de visibilizar las lecturas políticas de la violencia de grupos con un importante nivel de organización o con visiones alternativas a la matriz humanitaria. Las lecturas, por ejemplo, de grupos indígenas y afrodescendientes con matrices culturales e interpretativas de orden mágico, religioso, centradas en la comunidad y no en el individuo, o las lecturas de víctimas que no reducen la victimización a un acontecimiento o hecho traumático, sino a una trayectoria histórica o régimen de opresión.

¿Hasta qué punto el relato tremendista no produce una memoria a corto plazo que se traduce en una amnesia a largo plazo que impide articular el pasado de violencia en un gran relato colectivo que permita su comprensión y superación? Responder esta cuestión nos exige ser conscientes de los relatos construidos en tono a la violencia y, sin lugar a dudas, será una de las cuestiones más acuciantes que nos depare el futuro.

El avance global de lo humanitario parece ir de la mano de ciertas formas protagónicas de nombrar la violencia, donde la sangre adquiere un papel protagónico. Pero, aunque parezca prevalecer este uso humanitario de la sangre, el texto reseñado viene a mostrarnos que este líquido rojo puede teñir de múltiples formas nuestros relatos de lo humano.

Referencias bibliográficas

Esposito, R. (2005). Inmunitas. Protección y negación de la vida. Madrid: Amorrortu.

Fassin, D. (2016). La razón humanitaria. Una historia moral del tiempo presente. Buenos Aires: Prometeo.

Gatti, G. (2011). Identidades desaparecidas. Peleas por el sentido en los mundos de la desaparición forzada. Buenos Aires: Prometeo.

Gatti, G. (Ed.). (2017). Un mundo de víctimas. Barcelona: Anthropos.

1 «En el nuevo lenguaje de la compasión, la desigualdad es sustituida por la exclusión, la dominación es transformada en infortunio, la injusticia es articulada como sufrimiento, la violencia se expresa en términos de trauma» (Fassin y Rechtman, apud Fonseca, p. 261).

2 Aunque la RAE define tremendismo como la «tendencia a exagerar los rasgos más tremendos o alarmantes de las cosas», para los efectos argumentativos de este apartado se me hace mucho más sugerente la definición de Wikipedia: «una especial crudeza en la presentación de la trama, el tratamiento de los personajes y en el lenguaje, desgarrado y duro». Consultable en: https://es.wikipedia.org/wiki/Tremendismo. Última consulta: 18/01/2020.

3 Habría que considerar el papel jugado en tiempos de guerra y dictadura (como cómplices, beneficiarios o promotores) de algunos diseñadores de políticas de memoria y transición en el mundo.

4 Citando a los antropólogos Jean y John Comaroff, Gudrun Rath la define como «una economía cuyas formas de acumulación permanecen invisibles y que por tanto se relaciona con formas mágicas de devenir rico» (p. 128).