Espacios de discapacidad durante la España del tardofranquismo y la transición democrática. La invención del «sujeto discapacitado»

Spaces of Disability during the Late-Francoism and the
Spanish Democratic Transition. The Invention of the «Disabled Subject»

Salvador Cayuela Sánchez*

Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM)/Unidad Asociada del CSIC

Palabras clave

Discapacidad física
Subjetividad
Gobierno
Tardofranquismo
Transición democrática

Resumen: La constitución de los seres humanos en sujetos ético-políticos viene precedida por nuestra inclusión en una comunidad política, por la aprehensión de ciertas formas de entendernos a nosotros mismos, a los demás y al mundo, así como por efecto de relaciones de poder y de saber en los distintos espacios sociales. Bajo esta perspectiva, este artículo busca analizar la conformación de una particular forma de subjetividad en el contexto de la España del tardofranquismo y la transición democrática: el sujeto discapacitado. Para ello, se abordarán varias estrategias de gobierno de la discapacidad en tres espacios de análisis: la familia, la escuela y el hospital. En cada uno de ellos, y desde una aproximación que combina principalmente las perspectivas teóricas de Bourdieu, Foucault y los miembros de la Segunda Escuela de Chicago, se analizará el material recabado en 17 entrevistas en profundidad realizadas a personas con discapacidad física, congénita o adquirida, nacidas entre 1938 y 1962 en distintos lugares de España. Este análisis permite comprender la emergencia de una nueva subjetividad entre las personas con discapacidad física en el periodo y el contexto estudiados, así como presentar algunas resistencias en sus procesos de constitución como sujetos.

Keywords

Physical Disability
Subjectivity
Government
Late-Francoism
Spanish Democratic Transition

Abstract: The constitution of human beings into ethical-political subjects is preceded by our inclusion in a political community, by the apprehension of certain ways of understanding ourselves, others and the world, as well as by the effect of power-knowledge relations in the different social spaces. From this perspective, this article seeks to analyse the conformation of a particular form of subjectivity in the context of Late-Francoism and the Spanish Democratic Transition: the Disabled Subject. To do this, various disability governance strategies will be addressed in three areas of analysis: the family, the school and the hospital. Each of these spheres analyses 17 in-depth interviews, combining the theoretical perspectives of Bourdieu, Foucault and the members of the Second Chicago School. These interviews were conducted with people with physical, innate or acquired, disabilities, born between 1938 and 1962 in different parts of Spain. This analysis allows us to understand the emergence of a new subjectivity among people with physical disabilities in the period and context studied, as well as to present some forms of resistance in their processes of constitution as subjects.

* Correspondencia a / Correspondence to: Salvador Cayuela Sánchez. Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM)/Unidad Asociada del CSIC, Facultad de Medicina de Albacete, Dpto. Ciencias Médicas, Área de Historia de la Ciencia. C/Almansa 14. 02008-Albacete –  salvador.cayuela@uclm.es – http://orcid.org/0000-0002-1982-3301.

Cómo citar / How to cite: Cayuela Sánchez, Salvador (2020). Espacios de discapacidad durante la España del tardofranquismo y la transición democrática. La invención del «sujeto discapacitado». Papeles del CEIC, vol. 2020/2, papel 233, -145. (http://dx.doi.org/10.1387/pceic.20916).

Fecha de recepción: julio, 2019 / Fecha aceptación: marzo, 2020

ISSN 1695-6494 / © 2020 UPV/EHU

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1. Conceptos1

En una serie de trabajos publicados en los últimos años de su vida, el pensador francés Michel Foucault interpretaba toda su trayectoria intelectual como un esfuerzo por desvelar las distintas formas de subjetivación del ser humano en nuestra cultura (Foucault, 1987, 2001a, 2001b, 2001c, 2001d, 2001e). En este sentido, su historia crítica del pensamiento debía entenderse como

«un análisis de las condiciones en las que se han formado o modificado ciertas relaciones entre sujeto y objeto, en la medida en que estas constituyen un saber posible [Y donde] la cuestión es determinar lo que debe ser el sujeto, a qué condición está sometido, qué estatuto debe tener, qué posición ha de ocupar en lo real o en lo imaginario, para llegar a ser sujeto legítimo de tal o cual tipo de conocimiento.» (Foucault, 2001a: 1454)

Esta transformación de los seres humanos en sujetos debía articularse sobre tres dominios, siempre interconectados y mutuamente dependientes, llamados a ordenar nuestras relaciones con el mundo, con los otros y con nosotros mismos (Campillo, 2018). Se trata de tres ejes de análisis o niveles de prácticas en los que el sujeto estaría presente como constitutum, y a las que Foucault se refiere como: prácticas de saber o discursivas, que constituirían el cuerpo de la lingüística en torno al sujeto parlante; prácticas de poder o políticas, que funcionarían en la sociedad además como prácticas divisorias —pratiques divisantes— separando unos individuos de otros, marcando distinciones entre el loco y el cuerdo, el sano o el enfermo, el honrado o el criminal; y, finalmente, prácticas de sí o de sí mismo, en las cuales el ser humano se constituiría y reconocería como sujeto de una sexualidad que le es propia (Foucault, 2001b, 2001e). Así, mediante el análisis de estos tres ejes —de saber, de poder y de ética— sobre los cuales se constituye el sujeto, podemos llegar a comprender cómo nos hemos constituido como sujetos de nuestro saber, como sujetos que ejercen y/o soportan relaciones de poder, y como sujetos morales de nuestras acciones.

Ahora bien, este estudio ha de sostenerse siempre sobre un análisis histórico-crítico particular, sobre un material, una época, un cuerpo de prácticas y un discurso determinado (Cayuela, 2014; Vázquez, 2009). Alejado de aspiraciones universalistas y de sujetos transcendentales, perseguiría elaborar una ontología histórica de nosotros mismos, un análisis crítico de lo que decimos, pensamos y hacemos, atento siempre a las condiciones históricas de posibilidad que nos permiten ser lo que somos (Foucault, 1987, 2001b, 2001e). En definitiva, se trata de una interrogación sobre nosotros mismos, realizada al tiempo como un análisis histórico de los límites que nos han sido impuestos, y que señalan asimismo la posibilidad de su franqueamiento. Y ello porque, recuerda siempre Foucault, no hay relación de poder sin resistencias, que no pueden ser entendidas fuera del poder, sino en relación agónica y siempre presentes en toda la extensión de las redes de poder (2003a: 126). Desde esta perspectiva, nuestro contexto histórico de análisis será el periodo del tardofranquismo (1959-1975) y la transición democrática (1975-1981), donde situaremos tanto los discursos y las prácticas de saber y de poder sobre la discapacidad, como los testimonios de nuestros protagonistas (Cayuela, 2013).

Con estas apreciaciones conceptuales, metodológicas y contextuales como punto de partida, las páginas que siguen abordan el gobierno de las personas con discapacidad en la España del tardofranquismo y la transición democrática, entendiendo el gobierno en su acepción foucaultiana como conducción de conductas (Cayuela, 2014; Foucault, 2001f, 2004b; Vázquez, 2005). En este sentido, el objetivo fundamental de este texto será analizar los discursos y las prácticas orientados al gobierno de la discapacidad en este periodo histórico, para desvelar así cómo pudo constituirse la subjetividad del discapacitado como una meseta conformada en la confluencia de una miríada de relaciones de poder y de saber que tomó a estas personas como objetos y sujetos de sus acciones. Para ello, distinguiremos varios espacios en los que analizar el gobierno de las personas con discapacidad, a saber: la familia, la escuela y el hospital.

El análisis de cada uno de estos espacios, iniciado siempre con unas breves anotaciones teóricas, se articulará sobre los testimonios recogidos en un total de 17 entrevistas en profundidad, semi-estructuradas y realizadas a personas con discapacidad física, congénita o adquirida, nacidas entre 1938 y 1962, a las que se hará referencia de forma anónima con el acrónimo SDE (Subjetividad de la Discapacidad en España) seguido de un número (por ejemplo, SDE_1). Teniendo siempre en cuenta la inherente carga subjetiva del recuerdo y el relato personal (Lehmann, 2014; Schriewer y Nicolás, 2016), además del limitado número de testimonios recogidos, estas memorias nos permitirán no solo comprender la relevancia y efectividad de los dispositivos de gobierno de la discapacidad desplegados en los distintos espacios analizados, sino además indagar en las resistencias de subjetividad protagonizadas por nuestros entrevistados, entendidas como auténticas revueltas de identidad ya desde finales de los años sesenta (Cayuela y Martínez-Pérez, 2018).

2. Familia

Sin duda, el primer espacio en el que el ser humano se constituye como sujeto es en el marco de la relación social e intersubjetiva de las relaciones parentales. La propia condición humana es solo posible de hecho cuando el nuevo individuo que llega al mundo es acogido y educado por otros seres humanos como un semejante, estableciendo una relación de convivencia y comunicación, pero también de interdependencia e interpelación (Campillo, 2001a, 2001b, 2018). En este sentido, se construye también la experiencia del cuerpo propio

«como cuerpo vivido, como cuerpo subjetivamente experimentado, como un yo único y diferenciado de los otros, se constituye como tal en las relaciones de parentesco (…) en las relaciones personales yo/tú que permiten al bebé humano no solo sobrevivir físicamente gracias al cuidado de los otros, sino también convertirse en un alguien singular dentro de una trama de lazos intersubjetivos que son a un tiempo afectivos, cognitivos y normativos. En estas relaciones cara a cara entre los sexos y las generaciones nace por vez primera el yo humano como sujeto ético-político.» (Campillo, 2018: 27)

Este espacio de «socialización primaria» (Berger y Luckmann, 2012: 162-172), que en sí presenta una enorme variedad de combinaciones en las distintas sociedades humanas (Harris, 2017), en nuestro contexto socio-cultural se organiza de forma preeminente bajo la estructura de la familia nuclear. En este punto, preguntarse cómo las personas con discapacidad física fueron endoculturadas en el espacio familiar en la España del tardofranquismo y la transición democrática exige recordar la aproximación que el sociólogo francés Pierre Bourdieu realiza al concepto de familia (1993a, 1996, 2007). Y ello porque la familia para Bourdieu, como para los autores que venimos citando, es central en la conformación de las disposiciones subjetivas y las prácticas de los individuos (Ferrante y Ferreira, 2008, 2011). Pero además, como ficción social realizada, la familia funciona de hecho como el modelo de todos los cuerpos sociales, un organismo unificado y constante que cumple funciones de autorreproducción y de reproducción del orden social. Y ello porque la familia es no solo el lugar privilegiado de acumulación, preservación y transmisión de las distintas especies de capital (Castien, 2005), sino el ente colectivo que articula la mayor parte de estrategias de reproducción (Bourdieu, 1994, 2007).

Esta importancia central de la familia también como «aparato ideológico del Estado» (Althusser, 1996) era bien entendida por el régimen franquista, preocupado desde sus inicios por definir los roles maternos y paternos (Cayuela, 2014; González, 2008). La familia patriarcal, considerada por el régimen como célula primaria de la vida política, debía seguir reproduciendo la jerarquía ordenadora de la sociedad en su conjunto. En una lógica heredera del catolicismo, quedaba reservado al padre el papel de productor, y a la mujer una función doméstica de madre, esposa y enfermera. Aunque en el tardofranquismo la definición de estos roles familiares se había relajado considerablemente, esta marcada diferencia entre géneros se evidencia en los recuerdos de muchos de nuestros entrevistados, cuestión que condicionó la relación de los progenitores con la discapacidad de sus hijos:

Mi padre era cobrador de la EMT de los autobuses de Madrid (…) Y mi madre, pues, ama de casa y encargándose de los cuatro que éramos. Mi padre (…) con mucho esfuerzo, trabajando por la tarde también (…) Porque por la mañana normalmente estaba de turno de 5-6 de la mañana, y por la tarde se iba a otros sitios a trabajar (…) Se esforzaba porque tuviéramos una [educación]. Mi madre pues eso, tremendamente entregada a la familia y la casa. [Recuerdo por ejemplo] yo tendría 5 años (…) que iba al Hospital San Juan de Dios determinados días de la semana a hacer gimnasia. Y tirar para allá mi madre, con mi hermana (pequeña). Y tener que coger el autobús (los tres). (SDE_14)

Con todo, fue la obstinación de los padres por «normalizar» la situación de sus hijos lo que pudo evitar, entre nuestros entrevistados, la estigmatización segregadora (Goffman, 2012a) que sufrían las personas con discapacidad. Así se refiere a ello una de nuestras entrevistadas, nacida en Murcia en 1962 y afectada de poliomielitis a los pocos meses de nacer:

Mis padres eran unas personas de la huerta y sin cultura, pero ellos querían que yo fuese como las demás personas, y por eso he podido salir adelante. Mis abuelos por ejemplo no eran así, y yo recuerdo de reñirles mis abuelos a mi padre y a mi madre diciéndoles: «¿Por qué la has mandado a la tienda?» (…) Y mi padre me decía: «No te preocupes, si se te cae la botella pues vuelves por otra». Y eso ahora lo agradezco muchísimo, y más después de ver a mucha gente que no ha sido capaz de salir de ahí. (SDE_11)

Aunque, ya puede advertirse aquí, no todos los padres de niños con discapacidad pensaban así, como nos recuerda nuestro siguiente entrevistado, también afectado de poliomielitis y nacido en Cieza (Murcia) en 1962:

[Tener una vida normal] era inconcebible, y no solo para las personas en general, sino para el propio tejido familiar. El concepto era ahorrar un dinero para que el niño tuviera a alguien que le limpiara el culete cuando ya no estuvieran sus padres, concienciar a sus hermanos de que después les tocaría a ellos, y poco más. (SDE_10)

Similar reflexión podemos derivar de las palabras de nuestro entrevistado de mayor edad —nacido en San Sebastián en 1938 y parapléjico desde mediados de los años sesenta tras sufrir un accidente de tráfico—, cuando recordaba cómo, estando al frente de una institución para niños con discapacidad creada por la ANIC (Asociación Nacional de Inválidos Civiles) (Martos, 2014) a principios de los años setenta, tenía que explicar a una madre las capacidades que no parecía poder ver en su hijo:

[Recuerdo que] me llegó un niño que tenía un bracito así [deforme], y de repente la madre me decía: «Le traigo aquí a este pobre inútil para que pueda hacer algo en la vida». Y yo le decía: «Señora, ¿qué está diciendo?, ¿qué le pasa a su hijo?, ¿por qué lo llama inútil? ¿Y yo qué soy, que voy en silla de ruedas?» (SDE_9)

Es también en el ámbito familiar donde, de forma inaugural, el propio cuerpo es subjetivamente experimentado, sentido como único y diferenciado de los demás. En este sentido, si atendemos al hecho de que «al menos, desde los años treinta del siglo pasado, la unificación de los mercados de belleza, la legitimación sanitaria y la valoración ética promovieron un prototipo de cultura somática» (Moreno, 2016: 41), todo estaba dispuesto para que nuestros entrevistados no fueran ni bellos, ni normales, ni buenos. No obstante, en este ámbito familiar no parece que nuestros entrevistados sufrieran —aún— el estigma de la diferencia, como podemos desprender del siguiente fragmento de entrevista, narrada por un afectado de artritis reumatoide juvenil —aunque de diagnóstico complejo e impreciso— nacido en Albacete en 1960:

Hasta los 13 años yo no salía de mi casa. Mis amigos iban a verme y jugaban conmigo todo el día, tenía mucha relación con la gente, pero no salía de mi casa (…) ya con 15 o 17 años, pues fui cambiando, porque mis amigos ya no venían tanto a verme, y me decían: «Tienes que venir con nosotros». Pero claro, a mí me daba mucho corte, mucha vergüenza (…) La gente yo la conocía en mi casa, amigas de mi hermana, y ya está, pero salir fuera, nunca. Y un día me dijeron: «Si no sales no venimos más». Y así me obligaron a salir con ellos. Claro, yo andaba muy despacio, me ayudaban a subir escalones, y todo eso fue evolucionando a medida que me iba haciendo más hombre, con más movilidad, más ganas, y viendo como poco a poco pues podía ir con ellos. Y cuando empezamos con las chavalas pues lo mismo, al principio me daba mucho corte, pero… Yo la vergüenza la perdí con 15 años, por eso. (SDE_6)

En efecto, en aquel ámbito familiar, la relación con progenitores y hermanos parecía tender a la «normalidad», lo que actuó como un factor integrador primordial en relación a la percepción de sus cuerpos como limitados para la realización de ciertas actividades (Stalker y C­onnor, 2004), pero no estigmatizados ni imposibilitados en esencia:

Mi percepción personal de la discapacidad, quizá porque he tenido un entorno favorable y unos padres que me han exigido siempre que hiciera lo mismo que el resto de las personas de mi entorno familiar y amigos, siempre he estado integrado entre amigos, y he hecho incluso locuras. (SDE_10)

Finalmente, es también interesante la aproximación a la cuestión de género que realiza Bourdieu, al interpretar la familia como «campo»: un ámbito de actividad específica y autonomía relativa, atravesada por algún tipo de poder (Bourdieu, 1993a: 34). En este sentido, la dominación masculina limitaría dicho campo doméstico (Bourdieu, 1998a) al generar roles distintos y diferenciados para cada uno de los géneros. No es de extrañar, entonces, la referencia constante a los esfuerzos maternos por intentar minimizar los daños emocionales derivados de las secuelas físicas de la enfermedad, o su labor de consuelo en ciertos momentos de gran impacto emocional. Y es que el «espíritu de familia, que está en la base de la cohesión familiar, requiere la inculcación y el trabajo permanente sobre los sentimientos, tareas que incumben privilegiadamente a las mujeres» (Seid, 2016: 81):

Cuando era joven, tú te sentabas y el chico venía a pedir que bailaras. Y a mí pues me lo pidieron tres veces (…) pero cuando me levantaba pues… «Ay, perdona, perdona»… Eso me producía mucha frustración, y llegaba a mi casa quejándome. Y a mi madre: «¿Pero por qué, por qué?». Y mi madre me decía: «Tú pasa, que eres muy guapa y muy maja, ya encontrarás a gente maja». Y evidentemente fue así, pero… el problema es que si te acomplejas, ya la has cagado. Los típicos complejos los tienes, los tiene todo el mundo, pero… (SDE_11)

3. Escuela

El verbatim anterior anticipa la «socialización secundaria» de nuestros protagonistas, definida por Berger y Luckmann como «la internalización de “submundos” institucionales o basados sobre instituciones [sostenida en] la distribución social del “conocimiento especializado”» (2012: 172). Así, la institución escolar juega un papel predominante para Bourdieu como estrategia primordial de reproducción social. Por supuesto, la lógica de la transmisión del capital cultural y del funcionamiento del sistema escolar se establece realmente sobre la distinción entre el capital cultural heredado de la familia y el capital escolar adquirido (Bourdieu, 2007). En este sentido, los progenitores de nuestros protagonistas no invirtieron en la educación de sus hijos con discapacidad como estrategia de reproducción de su propia identidad y posición social, ni tampoco como forma de asegurar la trayectoria ascendente de la familia —como en el caso del «padre burgués» (Bourdieu, 1993b: 1093)—, sino más bien como reajuste posible de sus cuerpos «no legítimos», evitando así una «muerte social» derivada de una desposesión absoluta de capital simbólico (Ferreira, 2007, 2009).

En efecto, prácticamente todos nuestros entrevistados comentaron la insistencia de sus padres en alcanzar una formación suficiente que les permitiera optar a trabajos adecuados a sus capacidades, en un contexto socio-económico donde las condiciones laborales solían ser corporalmente muy exigentes para una gran parte de la población (Babiano, 2012; Molinero e Ysàs, 1998). Ello suponía, en la mayoría de los casos, un esfuerzo ingente por parte de los padres, para quienes las estrategias de inversión escolar eran sin duda las más rentables. En un contexto, por otra parte, en el que las carencias del sistema público de educación eran aún muy notables (Navarro, 1990; Puelles, 1999), y que no llegó a alcanzar la universalidad hasta los años setenta, tras la aprobación de la Ley General de Educación en 1970 (Ley 14, 1970).

Así recordaba una de nuestras entrevistadas los esfuerzos económicos de su familia para que ella pudiera tener la mejor educación, así como la doble discriminación que sufrió en un colegio privado por ser discapacitada y provenir —todo parece apuntar— de un estrato social más bajo:

En el colegio fue un poco traumático, recuerdo que me tenían un poco al margen. Era un colegio de monjas y ahí, sorprendentemente, me hicieron mucho daño (…) Mi padre, no era el nivel [económico] que le correspondía, pero quería que tuviera lo mejor. [Allí] éramos dos con discapacidad, una hija del dueño de la [Tomatense] y yo. Claro, ella era pudiente, una niña bien, que el papá le daría dinero a las monjas, no sé. Mi padre les daba el dinero (de la matrícula) y ya está. En fin, que era muy elitista. Había un ascensor, subíamos a clase las dos en ascensor. Pero yo allí me sentía muy marginada (…) Era muy bonito porque estaba en el centro, teníamos uniforme, teníamos fiestas, todo ese rollo, pero me sentía mal. Recuerdo muchas tardes, no sé por qué, pero me dejaban en la portería sentada sola, hasta que venía mi padre, una cosa muy desagradable (…) Cuando hacían reuniones de padres, a mi padre no lo llamaban. Yo he sido siempre muy alegre, rodeada de gente, enseñaba a una a coser, a otra tal… Pero allí en el colegio sola siempre. En el recreo, por supuesto, nada. No podía saltar, correr, no podía hacer nada. Y ninguna se acercaba ni nada, las propias niñas. (SDE_16)

O esta otra, que recordaba cómo sus padres la animaban a ir a la escuela a pesar de las burlas de otros niños:

Hay padres con un par de narices que nos obligaron de aquella manera a salir adelante. Y mis padres no tenían ni la EGB, no sabían casi leer ni escribir. [Y a pesar de que] en ese momento el estigma era muy evidente. Yo me acuerdo de ir al colegio e ir por la carretera andando y un niño «coja, coja, coja» [Aquello era] lo típico. Además, en una pedanía pequeña, yo la única persona con discapacidad, pues, era raro. (SDE_11)

En este punto, y a pesar de que la mayor parte de nuestros entrevistados no recuerdan momentos de discriminación social por parte de sus compañeros a edades tan tempranas, en este caso —y en muchos otros a partir de los 12 o 14 años— nuestros protagonistas se inclinaron por acudir a centros especiales, donde la socialización con otras personas con discapacidad les permitía olvidar el estigma que aún portaban y sentían en contextos normalizados. Así proseguía su narración la anterior entrevistada, al recordar una carta que la invitaba a ingresar como interna en un centro educativo de referencia nacional para discapacitados físicos de toda España, el Centro de Educación Especial «Nuestra Señora de la Fuensanta», situado en Churra (Murcia), abierto en 1971 y dependiente inicialmente de la ANIC:

Yo fui al colegio del pueblo donde vivía, en una pedanía aquí en Murcia. Pero luego llegó una carta sobre un colegio que habían abierto exclusivamente para personas con discapacidad. Éramos casi todos de polio, y nos arrumbaron ahí. Yo era una cría con 7 años, en tercero de EGB, pues quería ir, pero mi padre no, porque era interna y él no quería eso. [Cuando] llegó la carta, y ya en ese momento en el colegio pues te miran raro (…) y entonces yo dije que quería ir. (SDE_11)

Similar trayectoria encontramos en este otro entrevistado, que recordaba así la discriminación que sufría por parte de algunos profesores:

[La discriminación] se notaba en el colegio [sobre todo] a la hora de hacer actividades. Por ejemplo, cuando se representaba una obra en Navidad, cuando éramos críos, pues a mí no me seleccionaban, y cualquier otra cosa, pues te apartaban. Yo lo percibía y me lo callaba, pero creo que era una cuestión más de estamento, porque yo con los compañeros siempre he estado con ellos como un igual. [Incluso en el instituto] cuando se montaba una actividad que pudiera ser un viaje de estudios, o un viaje que tuvieras que desplazarte, el propio profesor ya organizaba el tema y te decía: «Tú no irás, ¿no?». Y claro, esa pregunta ya lleva implícita la respuesta. En aquella época tú ya eres más consciente, y tú mismo pues te decías que no querías meter a nadie en un compromiso, cuando los propios compañeros te decían: «Venga hombre, vente, que no pasa nada, te echamos una mano» (…) Nosotros no contábamos para nada ni para nadie. (SDE_10)

Así como el momento en el que, como nuestra anterior entrevistada, decide trasladarse en régimen de internado a un centro de educación profesional destinado a personas con discapacidad física; en este caso, el Centro de Recuperación de Minusválidos Físicos (CRMF) de Albacete (Castilla-La Mancha), abierto también por la ANIC a finales de los años sesenta y en el que también había internos provenientes de diversos lugares del Estado:

Yo me fui porque en ese momento no me encontraba capacitado para seguir adelante. Me quedé noqueado, y [la residencia] fue una experiencia muy buena en mi vida (…) Era un centro de referencia nacional, había gente de Córdoba, País Vasco, Cataluña, León… (…) Pero te tengo que decir que hay mucha gente que sale de esos centros peor de lo que entró. Yo tengo por ejemplo un compañero aquí en Cieza, que es de mi edad, y desde que salió del centro no ha vuelto a levantar cabeza. Porque allí éramos todos iguales, todos con discapacidad, pero claro, cuando sales del centro pues te tienes que enfrentar a la realidad. Yo, cuando volví a Cieza, terminé el primer grado [y] el bachillerato. Y a los dos días ya estaba integrado. Pero ha habido compañeros que desde que salieron de allí no han vuelto a ser lo mismo. Porque al volver a estar con personas sin discapacidad, y tener que volver a desenvolverse en un entorno sin discapacidad, pues no han sido capaces. (SDE_10)

En estos testimonios vemos de forma paradigmática el funcionamiento de esos procesos de labeling —etiquetamiento— a los que se referían Goffman y Becker, realizados en establecimientos a priori destinados a la reinserción de «sujetos desviados» (Álvarez-Uría y Varela, 2009; Becker, 2009; Goffman, 2012b; Varela y Álvarez-Uría, 1989). En efecto, y aunque los actores privilegiados de estos sociólogos eran aquellos que presentaban ciertas conductas incómodas para la sociedad —enfermos mentales, drogadictos, delincuentes, etc.—, estos procesos de etiquetamiento afectan por igual a discapacitados físicos al ser internados en instituciones específicamente creadas para ellos. Y es que en estos espacios, destinados en principio a curar y readaptar, se refuerzan las tendencias y se crean subjetividades, de tal forma que las instituciones juegan un papel crucial en los procesos de desviación: «Desviarse, convertirse en marginado, significa haber sido localizado y etiquetado, haber culminado una carrera, un curriculum vitae, un proceso marcado por encuentros e interacciones con representantes de la autoridad que harán cristalizar la definición social de desviación sobre determinados sujetos» (Varela y Álvarez Uría, 1989: 46). Así se refería a esta cuestión nuestra anterior entrevistada:

Como éramos todos [discapacitados]… Es más, yo, como cojeaba poco, me creía la reina del mambo, y cuando salí de allí me pegué un golpe enorme, porque claro, cuando me abrí a la sociedad me di cuenta de que era también discapacitada. Hay momentos que se pasan mal, porque no he tenido amigos en el pueblo, siempre gente de fuera. Te has sentido acomplejada. [Recuerdo que] nos reunían en el salón de actos y nos decían: «Tenéis que ser conscientes de que sois cojos, y cuando salgáis tenéis que estar mentalizados (…) Ni os vais a casar, ni vais a tener críos, ni nada». Y claro, eso te hace pensar que no eres una persona normal, y cuando sales sí que te pegas un tortazo. Porque ahí éramos todos iguales. (SDE_11)

También apuntaba nuestra entrevistada cómo muchos de los internos en aquel centro, al volver a la sociedad, no habían sido capaces de desenvolverse de forma autónoma. Aquellos centros parecían en efecto completar y ahondar en un etiquetaje estigmatizador, instituciones de encierro destinadas a personas con discapacidad, donde sus cuerpos eran sometidos a mecanismos de poder encaminados a explorarlos, desarticularos y recomponerlos, buscando así la construcción de cuerpos sometidos y ejercitados, «cuerpos dóciles» en la medida de lo posible (Foucault, 2004a: 141-142). De este modo, y aún con las limitaciones específicas de estos «cuerpos torcidos», las disciplinas allí ejercidas perseguían aumentar, en términos económicos de utilidad, la fuerza del cuerpo y del individuo, convirtiendo —o intentando convertir— a los internos en sujetos útiles. Con sus especificidades, el examen de estos individuos se encontraba «en el centro de los procedimientos que constituyen el individuo como objeto y efecto de poder, como efecto y objeto de saber» (Foucault, 2004a: 225).

Esto podría parecer contradictorio a tenor de los testimonios a los que acabamos de hacer referencia, pero no lo es. Al igual que el universo penitenciario creaba la subjetividad del delincuente, el colegio al escolar, o el hospital psiquiátrico al enfermo mental, estas instituciones marcaban otro hito en España hacia la creación de la subjetividad del discapacitado, permitiendo el desarrollo de saberes expertos, técnicas, discursos, etc., que terminarían conformando un cierto dispositivo de la discapacidad (Cayuela y Martínez-Pérez, 2018). Por supuesto no eran las únicas y, como veremos a continuación, también el hospital funcionó como un espacio capital en el gobierno de las personas con discapacidad, quizá incluso de forma aún más evidente. Todo ello forma parte sin duda de una nueva toma de conciencia sobre la discapacidad por parte del Estado español en aquel tardofranquismo, que comienza a observar en este colectivo —que aún no existía como tal, excepto quizá entre los padres de niños con discapacidad intelectual y psíquica (Del Cura, 2016)— un nuevo grupo por gobernar. En efecto, y por decirlo con Bourdieu —que parafrasea aquí a Weber—:

«El Estado (…) reivindica con éxito el monopolio del uso legítimo de la violencia física y simbólica en un territorio determinado y sobre el conjunto de la población correspondiente. Si el Estado está capacitado para ejercer una violencia simbólica es porque se encarna a la vez en la objetividad bajo la forma de estructuras y mecanismos específicos y también en la «subjetividad» o, si se quiere, en los cerebros, bajo la forma de estructuras mentales, de categorías de percepción y de pensamiento.» (1993c: 51)

El Estado pasa así a institucionalizar la discapacidad, ejerciendo una violencia simbólica, gobernando los cuerpos y las mentes, construyendo una realidad social que naturaliza las diferencias.

4. Hospital

Para nuestros protagonistas, también los hospitales fueron en cierto modo lugares de socialización secundaria y, claro está, de normalización de sus cuerpos y sus mentes. De hecho, el hospital era, desde una interpretación foucaultiana, un lugar privilegiado de incorporación del examen y las disciplinas a las tecnologías de gobierno contemporáneas (Foucault, 2001g). Es la incorporación de los mecanismos disciplinarios en el espacio —hasta el siglo xviii desordenado— del hospital, lo que va a permitir su medicalización: como en el ejército o la escuela, el nuevo hospital distribuye espacialmente a los enfermos, lo que posibilita su clasificación y combinaciones; no ejerce el control sobre el resultado de una acción, sino preferentemente sobre su desarrollo o, si se quiere, sobre la evolución de la enfermedad. Ahora también en el hospital, los enfermos son sometidos —como los colegiales o los soldados— a una vigilancia constante y perpetua, que intenta normalizar sus conductas y sus cuerpos, maximizando su utilidad. Se establece un registro continuo de anotaciones sobre el individuo, relación de los acontecimientos y comunicación de las informaciones a las diferentes escalas jerárquicas de saber y de poder (Foucault, 2001g).

Así, el hospital moderno disciplina, en primer lugar, para atender las necesidades del nuevo capitalismo, preocupado como nunca antes por la salud de los individuos, su valía y sus capacidades, pero también para evitar la propagación de epidemias. Y todo ello enmarcado en una profunda transformación del saber médico, entendido ahora como intervención en el aire, el agua, la temperatura, el régimen, etc., curiosamente conectada con el nacimiento de la clínica (Foucault, 2003b):

«esos dos fenómenos, de origen diferente, se articularán gracias a la introducción de una disciplina hospitalaria cuya función consistía en garantizar las indagaciones, la vigilancia, la aplicación de la disciplina en el mundo desordenado de los enfermos y de la enfermedad y, finalmente, en transformar las condiciones del medio que rodeaba a los enfermos.» (Foucault, 2001g: 521)

Con lo que el hospital, además, se constituye en «un lugar de formación médica. La clínica aparece como una dimensión esencial del hospital, entendiendo por «clínica» a este respecto la organización del hospital como lugar de formación y de transmisión de saber» (ibídem: 521).

El individuo será así observado, vigilado, conocido y, en última instancia, curado por la nueva medicina; emergiendo así como objeto del saber y de la práctica médica dentro de las paredes del hospital. En las cuestiones que aquí tratamos, y como bien ha analizado Martin Sullivan (1996, 2012), cuando una persona queda paralizada o discapacitada, su cuerpo individual se convierte directamente en objeto del poder médico. En el hospital, el cuerpo discapacitado puede ser sometido a un intenso proceso de diagnóstico, clasificación, monitorización y disciplina, cuyo fin último sería aumentar en lo posible su utilidad. Por supuesto, el diagnóstico y el examen del cuerpo discapacitado —recuerda Sullivan (2012)— no son negativos per se, sino en cuanto prácticas que inician un proceso de objetivación del cuerpo, ciego a cualquier otro aspecto de la identidad. Muchos de nuestros entrevistados se han referido a este proceso:

Lo que había era mucha «medicalización» (…) Entonces era estrictamente atender qué te dolía, o qué te podían arreglar (…) Para nosotros entrar en un hospital es desaparecer (…) Yo asistí a dos cuestiones bastante complejas y desagradables. Llegó un momento en que se empezó a investigar en dos campos, uno era la «cinterotomía»2 como una forma de evitar los reflujos, y entonces como liberando el esfínter pues se podría [evacuar], y eso luego creó en muchísimos sujetos experimentales un problema grandísimo, porque lo que hacía era calcificar el esfínter, cortado, y provocaba unos problemas gravísimos. De ahí infecciones e historias y muertes, sobrevenidas por aquella práctica (…) La otra cosa fue las primeras operaciones [que] consistían en cambiar el sentido de los tendones del brazo para lograr la pinza en los tetrapléjicos. Lo desagradable de estas dos cosas fue que no hicieron un trabajo previo de concienciación y sensibilización, y además de que a los sujetos experimentales, en este caso nosotros, de decirnos [nada]. (SDE_4)

En este verbatim nuestro informante —nacido en Cuenca en 1956 y parapléjico desde mediados de los años setenta debido a un accidente laboral—, además de referirse a la obsesión de la medicina por capacitar al cuerpo discapacitado empleando para ello las técnicas más brutales, señala varias cuestiones de especial relevancia como las consecuencias iatrogénicas3 de las intervenciones quirúrgicas, la disciplinarización de los procesos vitales en el cuerpo discapacitado ejemplificadas aquí en la evacuación de las excreciones (Sullivan, 2012), la práctica ausencia de consentimiento informado, o la utilización de los cuerpos discapacitados como sujetos experimentales esenciales en el proceso de formación médica y el perfeccionamiento de las técnicas quirúrgicas (Foucault, 2003b). Esta última cuestión, de hecho, ha sido sin duda una experiencia común entre nuestros entrevistados. Así lo expresaba este otro informante, nacido en 1948 y diagnosticado de osteogénesis imperfecta:

Yo hice la primera comunión con 8 años, en el Hospital de San Carlos, en la Calle Atocha [Madrid], que allí estaba entonces la Facultad de Medicina (…) Allí me tiré dos años ingresado, y me diagnosticaron la enfermedad. Yo allí era el conejo de Indias. Como estaba ubicada allí la Facultad de Medicina, mi enfermedad era objeto de estudio para los estudiantes, y de vez en cuando subía el facultativo con los estudiantes, y ala, por aquí, por allá. Y claro, uno ya estaba hasta las narices de médicos (…) De hecho aquí [en Albacete] los traumatólogos, cuando venía con una pierna rota, no sabían por qué, porque el golpe no había sido tan grande. Allí había un médico portugués, y fue el que le preguntó a mi madre si había algún antecedente en la familia (…) No me gusta mucho hablar de médicos… Eso es un trauma. (SDE_3)

O lo expresado por este otro, nacido en 1962 y afectado de poliomielitis a los ocho meses:

De esos primeros años yo tengo un recuerdo con muchos detalles, porque recuerdo mucho dolor, porque las operaciones eran con unos períodos de recuperación larguísimos y dolorosísimos (…) unas intervenciones muy dolorosas y, la percepción que tengo, es que en aquella época nosotros fuimos conejillos de indias para la traumatología. Porque todo aquello era muy experimental, un poco a ver si le toco a este la rodilla por aquí a ver cómo resulta, si le estiro por aquí, le toco tal ligamento, le hago tal corte a ver cómo funciona, cómo no funciona. (SDE_10)

A su entrada en el hospital, nuestros protagonistas fueron sometidos a un verdadero «ritual de verdad», emanado de unos discursos hechos práctica, capaces de dotar a la persona de una subjetividad bien definida. Podemos ver en estos casos la potestad del conocimiento médico de imponer unas técnicas disciplinarias que persiguen moldear el cuerpo discapacitado según una norma preestablecida, unos usos y unas capacidades estandarizadas. El ejercicio de este poder alcanza así su paroxismo sobre las personas con discapacidad, legitimado por una variación particular de aquel «rol del enfermo» al que se refiriera Talcott Parsons (1999). No obstante, todo individuo es capaz en último término de resistir a la normalización pues, recordemos, no hay poder sin resistencia. Así narraba uno de nuestros entrevistados cómo evitó la intervención propuesta por el personal médico de un hospital de Valencia relativa —creemos— a la unión vesicoureteral entre la vejiga y el uréter:

Recuerdo una de las veces llegar al hospital (…) y había tres personas que les habían encontrado lo mismo. Y claro, yo digo que esto es imposible (…) Y, qué sorpresa, me encuentro yo que al día siguiente se me presentan allí tres [médicos] y resulta que me dicen lo mismo: «En las pruebas que te hicimos ayer hemos visto que tienes un reflujo bilateral y sería bueno plantearnos hacer una cinterotomía» (…) Y yo, al escuchar aquello, micción continua, a mí se me heló la sangre, y cuando reaccioné un poco, lo primero que dije fue que no. Y después de eso sufrí tantas presiones por parte de los médicos, que me decían que si no me sometía a la operación tendría que firmar un documento no haciéndoles responsables (…) Me informé durante esas horas y por la mañana me presenté y les dije: «Tengo pendiente una demanda en el juzgado aquí en Valencia, si ustedes me presionan llamo al juzgado ahora mismo y se presentan aquí y levantamos un acta, porque ustedes me están queriendo hacer algo que es ilegal». Y ahí se acabó todo el problema. (SDE_4)

O este otro, que narraba así su reticencia al uso de medidas ortopédicas sentidas como prácticamente inútiles:

Y a pesar de estar [en el hospital] todos esos años, que me operaron 4 veces, con unos aparatos ortopédicos que los he llevado un montón de años, que eso era… Y no me servían nada más que para ponerme de pie. Sí, me venían bien para cambiarme de la silla al coche. Pero ya me los he tenido que quitar porque ya no los toleraba [y] de verme acomplejado… Yo sabía que no podía lograr un objetivo que era imposible, que era inalcanzable. No voy a ser futbolista. Pero… (SDE_3)

Esta obsesión porque los pacientes con discapacidad motora pudieran ponerse de pie (Wilson, 2009) parece de hecho ser una constante en las intervenciones quirúrgicas y ortopédicas destinadas a imponer la normalidad capacitante. Por supuesto, muchas de estas intervenciones pudieron suponer mejoras en la calidad de vida de los afectados, pero en muchos otros casos se tradujeron en dolorosos episodios seguidos de largos periodos de recuperación, coronados con la frustración de no ver alcanzados los resultados prometidos:

En aquel momento [los médicos] no tenían ni pajolera idea, y experimentaron con nosotros. Casi todos llevamos 5 operaciones, las mismas, que no valían para nada. Las recuerdo bien. La primera era de alargamiento de la pierna, que era una operación muy burra, que estabas un año entero ingresada en el hospital. Yo recuerdo que entré un 4 de octubre y salí un 8 de noviembre del año siguiente. Y era además muy dolorosa, porque era con unos tornillos y te iban dando cuerda… Y claro, esa época la recuerdas horrorosa. Luego me hicieron otra… La última cuando tenía 14 años, que yo ya era consciente, y recuerdo una cosa que le pregunté al médico, con esa edad: «¿Podré llevar zapato normal?». Porque yo llevaba tipo bota [ortopédica], con alzas. Y él me dijo: «Pues tienes tantas posibilidades que sí y tantas que no». Y yo me arriesgué, y me quedé peor. De hecho, se me quitó el juego en el pie. (SDE_11)

No obstante, no pocos de nuestros entrevistados conceden a estas actuaciones un valor positivo, habiendo mejorado sensiblemente su movilidad y el hecho mismo de poder andar. Así lo recordaba este entrevistado, que con todo lamenta el dispar beneficio de dichas intervenciones:

Pues las operaciones (…) fueron dolorosas, con problemas. Me hicieron 7 u 8 operaciones. De hecho, en la pierna derecha a raíz de dos intervenciones me quitaron el aparato bitutor que tenía, y eso fue la salvación, porque fui cogiendo poco a poco algo de masa muscular (…) Pero salvo eso no dieron resultado prácticamente ninguna intervención, pero claro, te ponen el aparato, te dan los bastones, y te empiezas a desenvolver en la vida. Después de las operaciones no podía andar, y entonces en aquella época no había sillas de ruedas (…) Pero entonces me dijeron que no, que con los bastones, apoyando, era suficiente. Y efectivamente, no la tuve que utilizar [la silla de ruedas], ni la he utilizado en la vida. Camino, con dificultad, como es natural, pero si hay 8 o 10 escalones pues los subo. (SDE_7)

O este otro, que además recordaba cómo fue la tenacidad e inconformismo de su madre los que impidieron que se abandonara a los estragos de una terrible enfermedad:

Su hijo tiene polio, cómprele una silla de ruedas, porque como consecuencia de la no movilidad se le irán anquilosando las articulaciones, e irá deformándose, y será una persona deforme. Eso fue lo primero que le dijeron a mi madre (…) Mi madre no se conforma y consultó médicos de pago, por lo privado, y eso fue lo que, a partir de los dos años, lo que hizo que empezaran a intervenirme quirúrgicamente. Yo tengo afectadas las dos piernas, en menor grado la derecha que la izquierda, y empiezan a hacerme intervenciones para evitar que se me fueran agarrotando rodillas, cadera, etc. Gracias a eso yo empiezo a andar a los tres años y algo, con tutores ortopédicos, y a partir de eso he tenido algunas intervenciones y eso, pero siempre he ido con ayuda de tutores, bastones, y ahora para distancias largas pues utilizo silla de ruedas, para moverme y desplazarme con más autonomía. (SDE_10)

Este entrevistado, nacido en 1962, se refería aquí a la todavía muy deficitaria cobertura del sistema hospitalario y sanitario público español (Cayuela, 2014; Martínez-Pérez y Perdiguero, 2020; Pons y Vilar, 2015). Cabe recordar que, hasta la promulgación de la Ley de Bases de la Seguridad Social en 1963 (Ley 193, 1963), no se comenzó a estructurar en la España franquista un verdadero sistema estatal de asistencia sanitaria, que de hecho no llegaría a implantarse completamente hasta la llegada de la democracia, con la aprobación en 1986 de la Ley General de Sanidad (Ley 14, 1986). Esta circunstancia implicaba que, en muchas ocasiones, esas intervenciones quirúrgicas, así como la asistencia sanitaria y postoperatoria, supusieran un sacrificio económico importante para las familias de los afectados, que debían costear al menos una parte de los gastos.

Por supuesto, estos recuerdos y sensaciones de nuestros protagonistas no pueden hacernos dudar de las buenas intenciones que seguro guiaban los actos de aquellos profesionales de la salud. Pero también son muestra evidente del renovado protagonismo que las nuevas circunstancias políticas, sociales y económicas habían reservado a los médicos en los procesos de rehabilitación de las personas con discapacidad (Cayuela y Martínez-Pérez, 2018). Nuevas exigencias acompañaban la llegada del neocapitalismo en el último tercio del siglo xx, y los cuerpos discapacitados debían ser, como el resto, sometidos a la disciplinarización y normalización que extrajera de ellos las máximas capacidades.

5. Sujetos

A lo largo de estas páginas hemos analizado distintos espacios en los que las personas con discapacidad en la España del tardofranquismo y la transición democrática han moldeado sus relaciones consigo mismos, con los demás y con el mundo. En esos lugares, estos sujetos han podido dibujarse como una meseta trazada en la confluencia de discursos y prácticas, percepciones sociales y culturales, herencias simbólicas y posiciones institucionales. Todos estos elementos, mutuamente dependientes e interconectados, muestran un gobierno de la discapacidad orientado a un colectivo social que iba a ser definido bajo nuevas premisas y exigencias, conformando de hecho un nuevo sujeto político. Sujetos, no lo olvidemos, que no se perfilan como cuerpos pasivos sobre los que se ejercen de forma estática múltiples relaciones de poder, sino como partes integrantes de relaciones en permanente recomposición y reequilibrio que, de hecho, en numerosas ocasiones encarnan auténticas resistencias de subjetividad.

Así, en el espacio de la familia, hemos podido comprobar cómo los progenitores de nuestros entrevistados fueron el primer motor de cambio social y simbólico en relación con la discapacidad, quienes obligaron a sus hijos a desenvolverse al límite de sus posibilidades físicas. No permitiéndoles escudarse en sus daños físicos, estos padres y madres espolearon a sus hijos, obligándoles a llevar una vida plena, una estrategia que a tenor de lo que nos han contado no parecía ser mayoritaria en absoluto. En este sentido, resulta evidente el estigma y el lugar social que nuestros protagonistas estaban llamados a ocupar en una España socialmente aún muy poco abierta a la diversidad. Con todo, y tal vez por las propias características de la infancia y su recuerdo, no parece ser que la incorporación subjetiva de la estigmatización y el etiquetado fuera realmente dramática para nuestros entrevistados, al menos hasta los espacios de socialización secundaria, especialmente en las escuelas. Allí, y sobre todo en los centros específicamente destinados a su educación y formación, nuestros protagonistas fueron sometidos a discursos y prácticas que sin duda conformaron buena parte de las notas idiosincrásicas de su subjetividad. Era el inicio de un intenso proceso de disciplinarización y normalización de las conductas y de los cuerpos que quizá encontraría en el hospital su lugar paradigmático. En efecto, es en el hospital donde nuestros entrevistados han sentido con mayor vehemencia la imposición de una normatividad corporal y subjetiva perseguida muchas veces mediante procedimientos quirúrgicos cuando menos arriesgados. Por supuesto, ya hemos insistido en ello, no queremos negar aquí la buena fe de unos profesionales de la salud que sin duda buscaban el mayor beneficio para sus pacientes. Pero ello no debe impedirnos comprender las consecuencias que para estas personas pudo tener el, por aquel entonces, casi incuestionable modelo médico y rehabilitador de la discapacidad, al margen de los inconvenientes físicos y personales de unas prácticas médicas que no parecían tenerlos demasiado en cuenta.

En el análisis de estos espacios hemos podido comprobar esa relación agónica, en la que nuestros protagonistas mantenían una posición de resistencia en el marco de una infinita red de relaciones de poder. En unas coordenadas históricas que dibujaban unas precisas condiciones de posibilidad aparentemente bien definidas, nuestros entrevistados y entrevistadas fueron capaces de imaginar identidades distintas y espacios de acción diferentes, personificando auténticas revueltas de identidad a una subjetividad enormemente limitante. No se nos escapa en este sentido que las personas a las que hemos tenido acceso, que han querido hablar con nosotros, constituyen una minoría dentro de un colectivo aún muy desplazado a los márgenes de una sociedad con unos cánones corporales y estéticos muy poco permeables a las desviaciones. Tampoco dejamos de lado la limitada muestra con la que contamos, además de la inevitable carga subjetiva del recuerdo, cuestiones que ya advertimos al inicio de estas páginas. Las diferencias regionales que permanecen aquí en la penumbra, y que muy probablemente se dan en un país tan heterogéneo como España —aún en su periodo histórico más centralista—, son otra cuestión sin duda a tener en cuenta en trabajos más ambiciosos. Con todo, la narración de nuestros entrevistados, sus normas de vida, sus percepciones de sí mismos, de los demás y del mundo, muestran la posibilidad realizada de imaginar espacios distintos, formas distintas de pensamiento y existencia.

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1 Este trabajo ha sido elaborado en el marco del proyecto de investigación «El discurso acerca de la discapacidad en el tardofranquismo y la Transición y su influjo sobre el proceso de cambio sociocultural en torno a la normalidad corporal y mental» (HAR2015-64150-C2-2-P), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad del Gobierno de España/Fondos FEDER y del proyecto «Los cuerpos quebrados de Albacete», financiado por la Diputación de Albacete (DIPUAB-2020-7).

2 Puede referirse a la unión vesicoureteral entre la vejiga y el uréter.

3 La iatrogenia se refiere al daño no deseado ni buscado a la salud de un paciente, provocado por un acto médico legítimo y avalado, cuya finalidad originaria era curar o mejorar una patología previa determinada.