Ensamblajes de género, cuerpo y sexualidad en las narrativas de dos rengos

Gender, Body and Sexuality Assemblages in the Narratives of Two Rengos

Luisina Castelli Rodríguez*

Universidad de la República (Uruguay)

Palabras clave

Cuerpo
Discapacidad
Diferencia
Capacitismo

Resumen: El artículo busca realizar un aporte antropológico en relación a dos propósitos conexos. En primer lugar, con base en los itinerarios corporales de una mujer y un hombre cisgénero adultos, de similar edad, que viven en Buenos Aires y comparten una posición social como rengos, se exploran los ensamblajes de género, cuerpo (discapacitado) y sexualidad. En segundo término, se desarrolla una crítica a la subalternización y reificación de la diferencia corporal en el seno del modo de producción capitalista y se identifican vínculos entre distintas matrices que generan discriminación. Situando al cuerpo como terreno común de la experiencia humana, el texto aboga por la conformación de alianzas entre colectivos como medio para afrontar opresiones comunes.

Keywords

Body
Disability
Difference
Ableism

Abstract: The article seeks to make an anthropological contribution in relation to two related purposes. First, based on the body itineraries of an cisgender adult woman and a man, of similar age, who live in Buenos Aires and share a social position as rengos, we explore the assemblages of gender, (disabled) body and sexuality. Secondly, a critique of the subalternization and reification of the corporal difference within the capitalist mode of production is developed and links are identified between different matrices that generate discrimination. Placing the body as common ground of human experience, the text advocates the formation of alliances between collectives as a means to face common oppressions.

* Correspondencia a / Correspondence to: Luisina Castelli Rodríguez. Universidad de la República, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Edificio Central. Avenida Uruguay ,1695. 11.200-Montevideo (Uruguay) –  castelliluisina@gmail.com – http://orcid.org/0000-0001-8713-3065.

Cómo citar / How to cite: Castelli Rodríguez, Luisina (2020). Ensamblajes de género, cuerpo y sexualidad en las narrativas de dos rengos. Papeles del CEIC, vol. 2020/2, papel 236, -145. (http://dx.doi.org/10.1387/pceic.20985).

Fecha de recepción: julio, 2019 / Fecha aceptación: marzo, 2020

ISSN 1695-6494 / © 2020 UPV/EHU

logo-CC-atrib-4_0%20int.jpg Esta obra está bajo una licencia
Creative Commons Atribución 4.0 Internacional

1. Presentación

La apariencia física y, junto con ello, lo que puede (o no) hacer un cuerpo, son dos de los atributos en razón de los cuales se ha erigido una pesada ficción biopolítica que distingue, ordena y cataloga los cuerpos en el contínuum normal-anormal. Pero estos atributos no son dados o inmutables; no existe la normalidad o la anormalidad por fuera de la historia. Entendiendo la discapacidad como producto social (Stiker, 1999), las historias personales son indisociables de los escenarios socioculturales locales y de marcos de sentido más amplios.

Tampoco existe una biopolítica que trascienda el cuerpo, en tanto materialidad a la que se conecta la vida. Si uno de los rasgos salientes de nuestra época es el «manejo calculado y racional de toda materia viva» (Braidotti, 2000: 88, itálicas en el original), también hay que decir que este manejo no es reciente —aunque tiene rasgos que distinguen el momento actual—, sino que hunde sus raíces en la configuración del capitalismo en tanto modo de producción que requiere disciplina e implicación corporal. Al respecto, Michel Foucault señaló que la constitución del cuerpo como fuerza de trabajo «sólo es posible si se halla inmerso en un sistema de sujeción (…). El cuerpo sólo se convierte en fuerza útil cuando es a la vez cuerpo productivo y cuerpo sometido» (2014: 35). En el proceso histórico del capitalismo, los cuerpos «naturalmente» fuera de la norma se han conformado como terrenos somáticos donde los dualismos característicos del sujeto de conocimiento moderno (mente/cuerpo, razón/pasión, naturaleza/cultura) aparecen desequilibrados. «Como los pueblos indígenas, las personas con discapacidad en ocasiones han sido tratadas como poblaciones coloniales» (Couser, 2005: 123). Y aceptando o rechazando la idea de que son una población colonial, dice Thomas Couser, «hay que tener en cuenta las actitudes poscoloniales hacia ellos» (ibídem: 124). Son vistos como cuerpos inciertos, que interpelan, que incomodan, pero son también «otros inapropiados/bles» en el sentido que lo propone Donna Haraway (1999)1: un otro que no encaja en la taxon, que se encuentra «desubicado en los mapas disponibles que especifican tipos de actores y tipos de narrativas», pero que no permanece «atrapado por la diferencia» (ibídem: 126). «Desentramparse» de la diferencia es un desplazamiento fundamental de objetivación y puesta en evidencia de la norma que constriñe los cuerpos y reifica la(s) diferencia(s).

Desde el período de acumulación primitiva, el capitalismo creó y extendió una economía política de los cuerpos transoceánica en base a la idea de raza, generando un «devenir negro del mundo» (Mbembe, 2016: 32). En la segunda mitad del siglo xx asistimos a una «metamorfosis de la bestia» la cual, si bien no se explica solo por las transformaciones del modo de producción capitalista, encuentra en él su «telón de fondo» y toma como elementos clave los progresos en tecnología, biología y genética (ibídem: 57-58). Considero que varios de los argumentos que Achille Mbembe moviliza están presentes en la configuración de una cuer­ponor­ma­ti­vi­dad que, entre otros sujetos, ve como outsiders a las personas con discapacidad. Por ejemplo, «la fabricación de sujetos de raza en el continente americano (…) a través de su destitución cívica» y «el proceso de construcción de la incapacidad jurídica» (ibídem: 54) es semejante entre el negro y las personas con discapacidad. En ambos casos, el resultado es considerarlos «no-persona desde un punto de vista jurídico» (ibídem: 54).

La matriz de este modo de producción también la hallamos en el género y la sexualidad. Como ha demostrado Silvia Federici (2015), la regulación de estas dimensiones, especialmente sobre el cuerpo de las mujeres, fue necesaria para el surgimiento del capitalismo, reproducido en los siglos siguientes con el control e invisibilización del trabajo reproductivo y de cuidados, como con la subalternización de las sexualidades no normativas. No por acaso, ni con una lógica muy distinta, el capitalismo dio entidad a sus diversos otros. En sustancia, la operativa ha consistido en producir, controlar y esencializar la diversidad corporal, alterizando atributos de los que, mediante ese mismo desplazamiento de exclusión, sacará provecho: los negros serán «cuerpos de extracción» (Mbembe, 2016: 52), los discapacitados, cuerpos de experimentación y las mujeres, cuerpos de reproducción.

Desde esta perspectiva, racismo, sexismo y capacitismo2 se asemejan como dispositivos de alteridad del capitalismo, y estas semejanzas ya han sido identificadas en la producción teórica y militante de diversos colectivos subalternizados. Nociones propuestas y profundizadas por el feminismo negro como las de interseccionalidad (Crenshaw, 2012), simultaneidad de opresiones funcionando en conjunto (Hill Collins, 1986), la importancia de la auto-definición y la auto-valoración (Hill Collins, 1996) e incluso una política y una ética del amor (Hooks, 2001; Nash, 2011), dialogan con los estudios críticos sobre discapacidad o diversidad funcional y con el movimiento social de las personas con discapacidad, pues se trata de sujetos que también sufren múltiples opresiones, una de cuyas estrategias ha sido movilizar sus propias categorías de identificación y visibilizar en el espacio público demandas ancladas en sus condiciones corporales para disputar los sentidos y prácticas hegemónicas. Dicho colectivo y el de la diversidad sexual también comparten algunas de sus reivindicaciones porque ocupan similares lugares simbólicos de exclusión (Guzmán y Platero, 2012). En la teoría una muestra de este vínculo es el concepto de «capacidad física obligatoria» (McRuer, 2002), que está inspirado en el de «heterosexualidad obligatoria» de Adrienne Rich. De acuerdo con Robert McRuer, la capacidad física y la heterosexualidad son obligaciones producidas por un mismo sistema de opresión. Reconocer estas semejanzas e imbricaciones ha requerido un trabajo arduo, a pesar del cual no se ponderó a todas las diferencias por igual. Sobre esto llamó la atención Jenny Morris (1991) cuando sostuvo que el feminismo ganó densidad al incorporar las dimensiones de clase y raza, pero dejó por el camino otras, como la discapacidad o la vejez.

Este artículo pretende ser una contribución más entre los que apuestan por el diálogo y las alianzas. En concreto, propongo abordar cómo se han configurado los «itinerarios corporales» (Esteban, 2013) de dos rengos argentinos3, deteniéndome en la relación entre estos itinerarios, la dimensión de género y las sexualidades. Emplearé la noción de «itinerarios corporales» de Mari Luz Esteban, pues subraya varias claves para pensar el cuerpo y las relaciones que lo conforman: en primer lugar, implica que las personas son agentes y no víctimas, aun en el contexto de una cultura «que hace del cuerpo un terreno privilegiado para la subordinación social» (ibídem: 14). Segundo, requiere prestar atención a los mecanismos y negociaciones de sentido mediante los cuales los sujetos interiorizan pautas culturales. Por último, su propuesta requiere el desplazamiento epistemológico de suplantar la idea del cuerpo-objeto por una donde el cuerpo es sujeto, lo que conlleva poner el eje en la capacidad de agencia.

Me basaré en la trayectoria de vida de una mujer y un hombre cisgénero adultos, de similar edad, que viven en la provincia y en la capital de Buenos Aires respectivamente, y que comparten una posición social como rengos. Lo expresado en el texto hace parte de una investigación etnográfica en curso con personas con discapacidad que desarrollan prácticas artísticas en el escenario rioplatense4. El trabajo de campo, que ha consistido en participar de espacios y redes artísticas —fundamentalmente de danza, pero también de música, teatro y artes plásticas— donde concurren y se forman personas con discapacidad, tuvo inicio en octubre de 2018 y continúa hasta el presente. Las trayectorias compartidas en el artículo fueron elaboradas a partir de entrevistas en profundidad y sucesivas instancias de interlocución informal con ambos interlocutores. A través de sus narrativas nos aproximaremos a sus «prácticas corporales reflexivas» (Connell, 2005), en donde el cuerpo es simultáneamente agente y objeto de la práctica y esta forma las estructuras dentro de las cuales los cuerpos son apropiados y definidos (ibídem: 61). Como podremos ver, no se trata de reducir sus experiencias a una ecuación sencilla en la que confrontan su auto-aceptación con la discriminación social, sino de explorar la configuración de una tensión que, si bien puede cambiar con el paso del tiempo, está siempre presente en tanto rasgo inherente de la producción social de los cuerpos, las sexualidades y las identidades.

¿Por qué resulta relevante el cruce entre discapacidad, género y sexualidades? Hay al menos tres razones, aunque puede haber otras, que quisiera mencionar y que tienen un sustrato político. En primer lugar, como mencioné más arriba, cuerpo, género y sexualidades han sido —y siguen siendo— dimensiones de las que se ha servido el capitalismo para expandirse. De ahí entonces que, al abordar esta tríada, aunque sea con relación a un colectivo específico, debiéramos obtener elementos para interpelar al menos algún aspecto de aquel sistema. En segundo lugar, porque comparto la preocupación política de las feministas negras que comenzaron a pensar las opresiones de manera relacional en su dimensión estructural, política y representacional (Crenshaw, 2012). Y, por último, porque género y sexualidad son dos de los terrenos más invisibilizados entre las personas con discapacidad desde donde se afirma su diferencia, y de ahí la necesidad de desarmarlos.

Acorde con los propósitos del artículo, el texto está organizado en cuatro secciones. Las primeras dos presentan momentos de las trayectorias de vida de Diana y Daniel enfocando cuestiones de género y sexualidad en sus itinerarios corporales. A continuación, se profundiza en el ensamblaje de dichas categorías comparando las tensiones emergentes en cada caso y los modos de transitarlos. Por último, se ofrecen algunas reflexiones de cierre. Allí se retoman los objetivos del texto, se sopesa el papel determinante del capacitismo en la vida y en los cuerpos de las personas con discapacidad, y se sintetiza una respuesta sobre el lugar social liminal que ocupan. Para concluir, se plantea que la configuración de lo liminal está asociada a modos corporales de hacer y que existe una estrecha conexión entre los atributos físicos y posibilidades técnicas del cuerpo con las performances de género y la sexualidad.

2. Diana: buscando cambiar de vida

Diana es una mujer de 57 años, nació en un pueblo al sur de Argentina en el seno de una familia que recuerda como «exigente». En su cuerpo lleva secuelas de poliomielitis, enfermedad que tuvo en su temprana infancia. La poliomielitis es un virus que se contagia a través de líquidos o alimentos, afecta el sistema nervioso causando parálisis y puede llevar a la muerte si no se recibe tratamiento adecuado. La polio tuvo brotes epidémicos en distintas partes del mundo en la primera mitad del siglo xx; en Argentina se registraron tres, en 1936, 1953 y 1956, llegando a controlarse la enfermedad con acciones de inmunización a partir de 1984 (Testa, 2014). Diana nació tan solo cinco años después de la última epidemia, en 1961. Dicho de esta forma es una enfermedad del pasado, pero lo que no muestran las cifras oficiales sobre su control es la situación actual de las personas que hace décadas sufrieron polio y la aparición del Síndrome Pospoliomielitis (ibídem). Al respecto, si bien la presencia de la polio está documentada desde la Antigüedad y recibió distintas nominaciones médicas desde fines del siglo xix, la alarma que despertó hacia mediados del siglo xx se debió antes que al aumento del número de casos o a la mortalidad, a su potencial para producir discapacidad en un contexto biopolítico donde la idea de normalidad cobraba magnitud (Martínez-Pérez, 2009). De acuerdo con Daniela E. Testa, «en el campo biomédico argentino, el interés por el SPP se ha mostrado tímido e incipiente y ha llegado entre siglos» (2018: 161).

Volviendo a Diana, desde niña tuvo afinidad por lo artístico, pero en su pueblo no había actividades en las que se la incluyera, «las señoritas estudiaban piano y los varones guitarra y yo no iba con ninguno, ni varón ni mujer». La alteridad corporal que heredó de la polio alcanzó tempranamente su género, ubicándola en un lugar de ambigüedad, porque sin dejar de ser una niña, no pertenecía a los espacios de niñas, pero tampoco a los de varones. Esta situación recuerda una práctica higienista que todavía permanece, la de enviar a niñas/os con discapacidad a escuelas o espacios «especiales»5. Diana recuerda un entorno que excluía, pero que esas mismas valoraciones ella también las tenía incorporadas: «mi propia idea de persona con discapacidad me limitó, [por] el estigma, la etiqueta de ser persona con discapacidad, no me animaba a estar en muchos espacios».

En su juventud migró a la ciudad de La Plata donde se formó como instructora de inglés, aunque solo fuera la excusa para independizarse y no volver al pueblo. Pronto comenzó la dictadura militar, luego la guerra de las Malvinas, y las oportunidades de formarse en arte se acotaron drásticamente6. Años más tarde fue madre de dos mujeres y un varón. Sus embarazos, recuerda, fueron los mejores momentos de su vida, períodos liminales en los que se sintió poseedora de y decisora sobre su cuerpo. Esta percepción de «poseerse» es significativa por la relevancia del embarazo en tanto experiencia corporal donde se inicia una interlocución particular y personal con el mandato social de la maternidad. Fuera de esa suspensión, su cuerpo —dice ella— había sido captado por el saber médico; sentía que era una persona con un cuerpo ajeno. La experiencia encarnada de los embarazos se reveló con una potencia vital particular, «devolviéndole» su cuerpo expropiado y su género borrado (Lewiecky-Wilson y Cellio, 2011)7.

Cursando su tercer embarazo, Diana sufrió una fractura de tobillo. Luego de un proceso de recuperación que requirió reposo durante casi todo el embarazo, perdió la musculatura de la cadera y tuvo que incorporar muletas de forma permanente para volver a caminar. «Los médicos me decían “tenés que cambiar de vida” (…) yo estaba re-angustiada de que no podía caminar y ninguno me daba otra respuesta, uno me dijo que yo no caminaba porque tenía miedo (...) o me decían “es el desgaste por la edad” [y] tenía treinta y cinco años».

Para Diana el accidente fue producto de su sobre-exigencia corporal, pues desde su experiencia, las personas que tienen secuelas de polio siempre están «buscando la normalidad», pero incluso más: siempre están intentando ser ejemplares. Esto condice con la idea de «imperativo normal» propuesta por Melania Moscoso (2009), la cual refiere a un «conjunto de dispositivos socioculturales que inducen a la población a ajustarse a ciertos patrones de funcionalidad y apariencia, y que al amparo del discurso biomédico y bajo el pretexto de la salud, cuando no de la felicidad o de la autorrealización, informan prácticas institucionales y proyectos de vida» (ibídem: 61). Así, si el cuerpo no puede ser ejemplar, su vida tendrá que serlo. Como el trayecto de vida de Diana nos muestra, el «imperativo normal» trabaja sobre y se escurre dentro de configuraciones sociales locales. La polio es considerada una enfermedad del pasado, pero las exigencias del cuerpo —sociales y personales— permanecen e inciden en la comprensión actual del estado de salud, por ejemplo, en la creencia (o no) respecto al síndrome de pospolio. Respecto a ello, menciona Testa, las opiniones de médicos y enfermos «presentan matices (…) que van desde entender los síntomas como envejecimiento prematuro a causa de los esfuerzos físicos y emocionales excesivos para llevar adelante la vida hasta el extremo de catalogarlos como meros caprichos» (2018: 162).

Aquel accidente se convirtió para Diana en un mojón sombrío y vital a la vez. En sus palabras: «a raíz de las muletas, de quedar muy limitada y de ya no poder ser la superpoderosa, no podía subir a un micro, tenía una bebé que no podía llevar a upa, que necesitaba a alguien que me transporte el carrito, me sentí tan impotente que empecé a buscar caminos». Entonces se distanció de la medicina convencional y buscó un tratamiento alternativo. Hizo psicoterapia, se inició en yoga, danzaterapia y, con posterioridad, teatro. Este desplazamiento da cuenta de una recomposición de la tensión entre el «imperativo normal» y la vida que llevaba. Para comprender el sentir de Diana es preciso ubicarnos en la tensión de ser, simultáneamente, responsable del cuidado de hijos pequeños y una adulta cuyo cuerpo requiere ser cuidado por otros. Dicha situación, en lugar de movilizar los vínculos sociales e instituciones para conformar la cadena de cuidados y solidaridades que ella necesitó, trabajó en la dirección opuesta, poniendo en entredicho su capacidad de maternar. Es que, «mientras las madres y la maternidad pueden ser idealizadas, las madres “fallidas” (…) están expuestas a un intenso escrutinio, juzgamiento e intervención» (Malacrida, 2007: 471).

La primera vez que danzó Diana tuvo una sensación «extraordinaria»: se admiró de su cuerpo, algo que hasta entonces no le había ocurrido, «y así empecé a trabajar mis propios límites (...) a quebrar diferentes etiquetas impuestas por la sociedad y autoimpuestas». Hacer arte, pero no de cualquier manera, sino un tipo de arte que sacudiera sus (im)posibilidades corporales, se convirtió para ella en la clave: «la cuestión es mi cuerpo en movimiento». La vida para Diana demandaba movimientos frente a una larga experiencia previa marcada, antes que por la inmovilidad, por el fatídico augurio de que cada vez podría moverse menos. Percibirse en movimientos de los que no tenía registro anterior fue más que una sorpresa, un «desentramparse» de una diferencia que se reactualiza cotidianamente.

En este tiempo cotidiano aparecen constantemente situaciones en las que la diferencia, como alteridad reificada, es el asunto que motiva la interacción con otras personas. Por ejemplo, a Diana le ha pasado de estar esperando un colectivo en una parada y que desconocidos le pregunten no dónde va, sino a qué hospital se dirige. «Es como que vos solamente tenés que ir a un hospital, no podés salir con amigos, no podés ir a tomar, no podés estar borracha, no podés nada, tu vida es ir a rehabilitarte». Y para ella, además de la discapacidad, aquí también juegan un papel los estereotipos de belleza asociados al género femenino, pues «es diferente una mujer en silla de ruedas bonita, a una mujer en silla de ruedas que no es bonita». Entonces, provocativamente, a ella le gusta responder: «¡Voy a garchar!»8.

Hoy Diana intenta discursiva y emocionalmente «dejar la discapacidad», desplazando su auto-reconocimiento de «persona con discapacidad motriz», a «ser humana». Está buscando un cambio vital, pero no como otros le indicaron, sino en sus términos, un cambio que implica subvertir el orden que se le atribuyó desde pequeña a su cuerpo. Este desplazamiento demanda reposicionarse frente a los demás, incluida su familia, y para ella esta vuelta a su origen, al punto inicial de la vida, es hoy el paso más difícil de dar: «lo que a mí me cuesta más es mi imagen con mi madre, porque mi madre no me ha visto bailar, sabe que bailo, pero la imagen que vos tenés de chica de la discapacidad, que tienen tus padres, también te marca, es un sello bastante importante dentro de tu psiquis».

3. Daniel: un cuerpo que quiere chocar el viento

Daniel es un hombre de 53 años. Fue diagnosticado con un tipo de distrofia muscular a los veinticinco. La distrofia muscular es un conjunto de condiciones genéticas caracterizadas por generar debilidad progresiva y degeneración de los músculos esqueléticos; algunos tipos de distrofia, por su severidad, pueden llevar a la muerte. Daniel trabaja como administrativo en un hospital, vive en un departamento en Capital Federal y cuenta con un asistente para tareas cotidianas para las que necesita apoyo.

«El personaje se va transformando a cada instante», me dice Daniel, haciéndole honor a otra de sus profesiones: actor. Las características de su enfermedad le han conducido a reconocerse en mutación constante, pero no (o al menos no solo) porque su cuerpo va cambiando, sino porque los cambios del cuerpo que a su vez modifican lo que puede hacer y lo que no, le demandan una reflexión sobre su ser y estar en el mundo y su manera de relacionarse con otras personas. Primero fueron los síntomas y algunos años después el diagnóstico. Ese diagnóstico le cambió el rumbo. Por entonces, en el escenario de la postdictadura argentina y del Cono Sur en su conjunto y la escalada neoliberal en los años noventa, Daniel quería irse a Europa, pero frente a un porvenir de su cuerpo tan incierto decidió quedarse.

Pasar de un estado de vitalidad pleno, característico de la juventud, a asumir una enfermedad degenerativa, no fue sencillo. Entre otras cosas porque buena parte de la información que recibió en esa fase inicial refería a todo lo que no podría hacer y lo que tendría que dejar de hacer, antes que lo que sí podría. La vida comenzaba a limitarse. Pero, ¿cómo saber, con una enfermedad progresiva, que tiene múltiples variantes no siempre fáciles de diagnosticar y que se manifiesta en cada cuerpo con tiempos particulares, lo que se podrá y lo que no?

En los primeros años Daniel se sintió movilizado por el enojo, consideraba que la silla de ruedas era una «enemiga» y quería «vencer» a la distrofia. Más adelante sintió vergüenza. Durante cierto tiempo ocultó la enfermedad a sus amigos y se negó a establecer vínculos afectivo-sexuales:

a mí me pegó por el lado de «no me mira nadie», más las chicas, yo pensaría que era Brad Pitt, no sé, me pegó por ahí, esta cosa de no ser igual al estereotipo de la belleza, pero después relacionarme no fue un problema (…) el tema es que la gente se te va acercando, cuando digo la gente digo las chicas, pero uno siempre piensa que el otro se le acerca porque... por lástima o por «¿qué te paso?» O por lo menos yo lo pensaba (…) pero que alguien, por lo menos en este caso de alguna chica, al contrario, me invitaba a tomar café y yo no quería porque ¿cómo me paro?, ¿cómo me siento? Porque antes yo caminaba como pato y si me sentaba me tenían que ayudar a parar o yo agarrarme de las mesas...

Está presente por un lado la mirada discapacitante incorporada, pero también el hecho de que los cambios en su cuerpo, que implicaban un «ya no poder hacer», lo confrontaban con una subjetividad de hombre heterosexual que hoy reconoce como machista:

El varón cree que es un macho... que las mata a las mujeres, bueno yo no escapaba a eso, entonces al limitar mi cuerpo yo ya no podía hacer lo que miraba en las porno, no voy a poder hacer esto, no me gusta, no lo hago... y entonces decía ¿cómo me desnudo? ¿le digo que me saque la ropa? ¿cómo hago el juego amoroso? ¿cómo hago…? Bueno no hago nada, me quedo en casa.

Su cuerpo en transformación interpeló su identidad de género y su sexualidad. Este interjuego entre dimensiones constitutivas del sujeto fueron señaladas por Connell (2005) en su estudio sobre masculinidades, donde subraya el sustrato necesariamente encarnado del género y la sexualidad. Para Connell «las relaciones sociales de género son a la vez realizadas y simbolizadas en las performances del cuerpo» y son, simultáneamente, «simbólicas y quinéticas, sociales y corporales» (ibídem: 54).

Para Daniel, vivenciar que su autonomía se reducía y aprender a pedir ayuda fue un trago amargo:

(…) decir «che ¿me ayudás?» fue difícil porque yo nací en un barrio super machista donde todo lo hacés vos, hasta que la situación te va llevando y después entendí que... digo si estuviera al revés la situación ¿yo ayudaría? Y sí, bueno entonces me tengo que dejar ayudar.

Si pensamos con Mauss (1979) que existen «derechos y deberes de ofrecer y recibir» (ibídem: 170) dones —en este caso ayuda— y que en ese intercambio se configura el vínculo social, vemos en la experiencia de Daniel cómo puede vivirse este proceso como uno encarnado y asimétrico desde una concepción normativa del cuerpo. Es que «la constitución de la masculinidad a través de la performance corporal, significa que el género es vulnerable cuando esa performance no puede sostenerse, por ejemplo como resultado de una discapacidad física» (Connell, 2005: 54).

Hace unos cinco o seis años que Daniel usa silla de ruedas. Él sabía que, más tarde o más temprano, ese cambio llegaría. Le fue anunciado por un grupo de médicos y él lo recuerda como un momento lúgubre: «me dijeron que por seguridad me sentara en una silla de ruedas, cuando llego estaban todos reunidos y... ¡una cara de susto tenían!... parecía un velatorio». Pero lo que para los médicos fue como anunciar la muerte de sus piernas, para Daniel terminó por abrir nuevos caminos. Ese mismo día llamó a un amigo y se lo contó: «me dieron la silla, loco», «¿y vos qué pensás?» preguntó su amigo, «ahora voy a poder conocer Tafí del Valle que parado no puedo conocer». Si bien Daniel caminaba, cada vez lo hacía con mayor dificultad y con mayor riesgo de caerse. Por tanto, en contra de lo que podemos suponer, en determinados momentos vitales las tecnologías que suelen tener un signo negativo y estigmatizante, como la silla de ruedas, pueden traer un relativo mejor pasar y abrir otras posibilidades. Resulta paradójico que entre las tecnologías y las condiciones corporales las capacidades se reducen y ensanchan al mismo tiempo, es decir, producen síntesis situadas, donde las emociones y auto-percepciones de las personas también tienen un papel. En los últimos años Daniel ha viajado entre sierras y montañas y le gusta hacerlo solo.

Como Diana, el arte ocupa un lugar importante en la vida de Daniel; él es artista plástico y actor. Pero también estos campos, pretendidamente eruditos y libertarios, están minados de exclusiones. El arte de las personas con discapacidad es implícitamente considerado de segunda, me dice; hay circuitos de artistas y seudoartistas discapacitados. Entre los primeros el arte es distinción, entre los segundos, sanación. Daniel observa que la gente se asombra cuando ven sus obras y en ese instante pasa del lugar de segunda a ser un superhéroe. Estas connotaciones dan cuenta de que las sensibilidades artísticas están mediadas por valoraciones morales hacia los cuerpos de las personas con discapacidad que hacen parte de este campo.

Este es un buen tiempo para Daniel. Está en pareja, tiene un programa de radio junto a dos amigos, ha hecho un recorrido en lo artístico del que se siente orgulloso y cada vez recibe más reconocimiento. No obstante, entre las cosas que más disfruta se encuentra algo tan sencillo como manejar a la mañana, de camino al trabajo. Le pregunto qué es lo que le gusta de manejar y me responde: «hay algo que nos quitó la discapacidad que es que cuando c­orrés, chocás al viento y ahora el viento me choca a mí y el auto me da esa posibilidad de chocar al viento otra vez». Verse y sentirse sin la silla. Saberse sin ese artefacto que, a los ojos de los demás, me explica, es más que una condición, es una identificación.

4. El género y la sexualidad de la (in)capacidad

Desde sus experiencias como rengos, las narrativas de Diana y Daniel revelan tensiones entre las dimensiones de género, cuerpo (discapacitado) y sexualidad. La discapacidad —y el capacitismo que trae implícito— aparece como el elemento en función del cual se ordena el resto, pero no se trata de señalar una opresión principal, sino de observar cómo trabajan ensambladas. Por ello recurro a la propuesta de Jasbir Puar (2013) de repensar la interseccionalidad en términos de ensamblajes. Puar critica los modelos de identidad fijos y procura desvelar los mecanismos por los cuales las sociedades de control aprehenden y producen cuerpos como información, como materia que funciona modulando capacidades, mediante prácticas de vigilancia que trascienden las posiciones de identidad y hurgan en tendencias afectivas y probabilidades estadísticas. Junto con la noción de «itinerarios corporales», que nos permite abordar lo que sucede con el cuerpo-persona en su carácter de agente, en su estatus significante y en su capacidad de agencia, la de ensamblajes «subraya el sentimiento, la tactilidad, la ontología, el afecto y la información» (Puar, 2007, apud Nash, 2011: 13). Considero, por tanto, que, más que una identidad, son justamente estas tensiones experienciales relativas al ser (desde un cuerpo), a lo afectivo y al encuentro con otros lo que expresan las narrativas de Diana y Daniel. Ellas nos colocan de lleno en el terreno de lo sensible que afecta a y se produce desde el cuerpo.

Mencioné al comienzo que hay características coincidentes o, al menos próximas, en el modo de situar en una posición subordinada a los distintos otros del sistema de producción capitalista, porque hay una matriz de diferencia que, aunque opere en un sustrato simbólico, tiene al cuerpo como territorio de referencia. De este modo, hay expresiones racistas o sexistas que también pueden considerarse capacitistas. Hago esta reflexión para poner de manifiesto que estas ideologías de opresión no son por completo escindibles, a pesar de que analíticamente las tratemos como unidades discretas. Retomemos los relatos de Diana y Daniel para verlo.

Diana sufrió una interpelación fuerte en su género durante su infancia, porque no era «normal» que una niña «diferente» hiciera lo mismo que las otras niñas, pero tampoco era esperable que a partir de ello hiciera actividades con los varones. Viviendo en un pueblo pequeño, Diana era la única joven con discapacidad motriz, aspecto que acentuaba la distinción de «su» diferencia. He aquí una de sus primeras experiencias de socialización disruptivas donde cuerpo y género, o más bien, sus estereotipos, revelan su reciprocidad y, al mismo tiempo, su tensión. Pero si la ficción del género —o la atribución de género a un cuerpo— se ha construido en relación con los órganos sexuales, ¿cuál es el mecanismo que está operando en esta situación? ¿Por qué la (dis)capacidad «pone en duda», desde una mirada externa, el género? Meri Torras (2007) trata el tema notando que algunas partes del cuerpo poseen un poder de identidad sexual mayor que otras, considerándose, por tanto, marcas de feminidad (o masculinidad):

«Pareciera pues que no todos los atributos reconocibles en el cuerpo poseen un mismo grado de evidencia genérico-sexual —aparentemente un bazo o un codo son más unisex que los huesos de la pelvis, por no nombrar los genitales—. Pero, ¿por qué se estableció esta categorización sobre los cuerpos a partir de la identificación de estas y no otras características? ¿Ante qué permanecemos ciegos/as al ver un cuerpo por más desnudo que esté? Hay una jerarquización naturalizada y normativizadora que prescribe los cuerpos, los hace legibles, según unos parámetros que se pretenden biológicos.» (Ibídem: 12, cursivas en el original)

La infancia y la temprana juventud de Daniel tuvieron un transcurso más convencional, si se quiere, pero una vez que la distrofia se manifestó, puso en jaque sus aprendizajes de aquella época, en un «barrio machista». Tuvo que aprender a «dejarse ayudar», reconocerse siendo un cuerpo distinto al que era y vincularse de un modo distinto al que conocía.

Entonces, pareciera existir una economía de las partes del cuerpo que evidencia un género «natural», pero también un requisito de normalidad para obtener membresía en la dualidad de género. Pero al mismo tiempo que el género se pone en suspenso, también se reafirma por otras vías. En el caso de Diana, fue durante sus embarazos que ella se sintió «poseedora» de su cuerpo, y más allá de la crítica al dualismo cartesiano subyacente, lo que importa subrayar aquí es la intensidad de su percepción del propio cuerpo en ese momento paradigmático del convertirse en una «verdadera mujer» (Lagarde, 2005). Otra situación es la interacción en la parada de ómnibus, donde a fuerza de suponer que se dirige únicamente al hospital se anulan otras facetas de su vida, entre ellas su vida social y afectivo-sexual. Para Diana, como vimos, no se trata solo de su renguera, sino de que ella no se reconoce en los atributos del estereotipo de belleza hegemónica.

No intento colocar las experiencias de Diana o de Daniel como modelo de lo que le ocurre al colectivo de mujeres, varones o personas con discapacidad en su conjunto, sino de pensar distintas configuraciones situadas a partir de ellas. En este sentido, sus itinerarios nos permiten introducir distintas consideraciones. Por un lado, durante sus embarazos, una vez más Diana se desentrampó de la diferencia que coloca a su cuerpo en un lugar in-capaz para hacer determinadas cosas, entre ellas ejercer la maternidad, porque si bien es una obligación de las mujeres, es puesta en tela de juicio cuando se trata de un cuerpo «in-sano» (Cruz, 2004). Por otro lado, el cuerpo (discapacitado) es leído antes que como asexuado, como un cuerpo que no inspira el deseo de otros, pero esto solo se cumple por completo, desde la perspectiva de Diana, cuando además no se poseen rasgos socialmente reconocidos como «bellos». Explorar la sexualidad y tener una vida afectivo-sexual activa supone, para el común de las personas con discapacidad, conflictos que tienen que ver con las actitudes de las demás personas, pero también con su propia aceptación. Parafraseando a Tom Shakespeare, reconocerse como un ser sexual demanda estima, confianza y comunicación (2000). Pero lo que parece un problema individual es solo una apariencia: «en las sociedades occidentales modernas la agencia sexual (…) se considera el elemento esencial de la plena personalidad adulta» (Shakespeare, Gillespie-Sells y Davies, 1996: 9), universo al que las personas con discapacidad tienen un acceso restringido debido a la infantilización y devaluación de sus cuerpos. Estos autores también sostienen que la presunción de asexualidad de las personas con discapacidad contribuye a la indiferencia hacia ellas. Tal presunción, a mi entender, también enmascara el temor de las personas convencionales a admitir un terreno común —el de la sexualidad— con sujetos que consideran diferentes.

En ambos casos asistimos a distintos desplazamientos entre género, cuerpo y sexualidad que más que intersectarse, trabajan juntos, ensamblados (Puar, 2013). En el primer ejemplo a la vez que se cumple con la obligación social de la maternidad, se la cuestiona, mientras que en el segundo hay convergencia de dos formas de discriminación conexas: el capacitismo y los estereotipos de belleza.

En la experiencia de Daniel son otros los matices. En primer lugar, él no experimentó una suspensión de su estatus de género de la misma forma que Diana. En esta dirección, investigaciones referidas a la práctica del deporte adaptado han mostrado que, si bien para todo hombre con discapacidad la masculinidad supone un dilema de género a resolver (Ferrante y Silva, 2017), masculinidad y discapacidad pueden acoplarse mediante construcciones de identidad sexistas como la que sostiene que solo «el que tiene pelotas, es rengo» (ibídem). A su vez, no ser padre no es un problema en el sentido de incumplir imperativos morales (que no es lo mismo que quebrantar obligaciones una vez que se tiene hijos). De hecho, la literatura acerca de parentalidad entre personas con discapacidad se enfoca principalmente en la mujer-madre, antes que en el hombre-padre. En el caso de Daniel, puesto que no tuvo hijos no hay un incumplimiento por no ser padre, ni un estigma por ser un padre con discapacidad.

En lo que refiere a los papeles de género, Daniel se sintió interpelado en su performatividad como varón heterosexual a partir de un cuerpo que ya no puede hacer lo que antes hacía y lo que el mandato de masculinidad indica: ser sexualmente activo, frente a un cuerpo femenino pasivo. Él señala que hubo un tiempo en que se vio afectado por no parecerse al estereotipo de belleza, pero luego relata que entablar un vínculo «no fue un problema» porque había mujeres que se sentían atraídas por él. Entonces lo que pasa a estar en cuestión es, antes que la dimensión estética que aparecía en la narrativa de Diana, la posibilidad de hacer, de actuar. Si el cuerpo de la mujer es un cuerpo reproductivo, por extensión la valoración social de la mujer con discapacidad gravitará en torno a este punto. La valoración social del cuerpo del varón, en cambio, estará mediada por su capacidad de producir y transformar desde su cuerpo otras materialidades.

Ahora bien, aunque la preocupación por el desempeño sexual está más acentuada en el relato de Daniel y en el caso de Diana el énfasis está en la dimensión de género y en el percibir su cuerpo como expropiado, también hay aspectos en común que ponen al cuerpo en el centro, más allá de que sus discapacidades son distintas. Uno de ellos es el trabajo que ambos dedican a desarmar posturas esquemáticas como las que sostienen que toda discriminación viene de «la sociedad» y ellos son una mera víctima. Ambos se sitúan en esa tensión inherente a la reciprocidad entre experiencia personal y vida social y plantean que el estigma también los habita. Un segundo punto en común refiere a las posibilidades del cuerpo: cómo el cuerpo se desenvuelve, qué le es posible hacer o crear y que estatus tiene eso que hace, son asuntos relevantes para ambos, en tanto personas con condiciones corporales específicas que se interrogan por ellas, pero también porque lo que el cuerpo puede, recibe un valor social. Esto aparece, por ejemplo, en las consideraciones de Diana a propósito de su sobre-exigencia y su procura por ser ejemplar, y las que coloca Daniel sobre la valoración que otros hacen de sus obras plásticas como de menor valor, o bien de él como superhéroe, debido a que es un rengo. El cuerpo discapacitado, el cuerpo que no puede, ocupa el lugar del exterior constitutivo de una normalidad capaz de hacer y en ese lugar tiende a ser anclado. «Lo abyecto —señala Judith Butler— designa aquí precisamente aquellas zonas “invivibles”, “inhabitables” de la vida social que, sin embargo, están densamente pobladas por quienes no gozan de la jerarquía de los sujetos, pero cuya condición de vivir bajo el signo de lo “invivible” es necesaria para circunscribir la esfera de los sujetos» (2002: 19-20).

En la medida en que los cuerpos de las personas con discapacidad son reificados como la diferencia, adquirir estatus de sujeto requiere un desplazamiento que, volviendo a Haraway (1999), puede pensarse como un re-ubicarse en los mapas que especifican tipos de actores y tipos de narrativas. Así pues, cobra relevancia «la técnica de los cuerpos» (Mauss, 1979), más que el cuerpo en sí. Por eso vivir no es tanto tener un cuerpo, si bien es una condición necesaria, sino hacer con el cuerpo que tengo. La antropología le debe a Marcel Mauss la primera definición de técnicas corporales, quien entendía, por tal, «la forma en que los hombres, sociedad por sociedad, hacen uso de su cuerpo» (ibídem: 337). Para Mauss, una característica de las técnicas es su carácter «concreto y específico» y existen procedimientos tanto de aprendizaje como de enseñanza (ibídem: 338). Las técnicas y el cuerpo tienen una relación de implicación mutua, pero ninguno de los dos está fijado al otro, es decir, pueden circular, variar y dar lugar a otras síntesis cuerpo-técnica. Pero Mauss también advirtió que lo aprendido no se abandona con facilidad. En la medida en que las técnicas se enseñan y se aprenden mediante tiempos y procedimientos específicos, involucran disciplina y control. Del mismo modo, el cuerpo no existe sin investiduras ficcionales de sexo, género, sexualidad y cada dimensión convoca su propio repertorio de técnicas.

5. Reflexiones finales

El artículo tuvo dos propósitos conexos. Uno ha sido indagar las configuraciones del género y las sexualidades en relación con el cuerpo de dos rengos bonaerenses a partir de sus narra­ti­vas. En este sentido, nos acercamos a las tramas entre estas dimensiones, identificando aspectos en común y diferencias en las experiencias y percepciones de Diana y Daniel. El segundo propósito ha sido identificar los vínculos entre estas experiencias situadas en condiciones sociales y materiales concretas con los supuestos y requisitos del marco de significación más amplio del modo de producción capitalista. La intención, en esta dirección, fue denunciar que los distintos otros de este sistema son producto de operaciones simbólicas semejantes y conjuntas. Como intenté problematizar, el modo de discriminación específico que recae sobre las personas con discapacidad, el capacitismo, está ensamblado con las exigencias normativas de género y sexualidad. El texto no profundizó en otras dimensiones como la clase, la raza, la etnicidad o la identidad nacional, pero sin duda también podrían ponerse en juego. Para desarrollar ambos objetivos me fue útil recurrir a aportes teóricos del feminismo y del pensamiento postcolonial, además de textos específicos que refieren a la discapacidad. Esta elección se sostuvo en la intención de poner en práctica una postura que apuesta por las alianzas entre diversos colectivos desde una óptica de diversidad corporal como forma de afrontar situaciones de opresión que solo en apariencia son diferentes. Para concluir quisiera profundizar algunos de los emergentes del texto en diálogo con esta postura política.

El cuerpo es el territorio común, y al mismo tiempo diverso, de la experiencia humana; un territorio, como vimos, móvil, con agencia. Sin embargo, opera en él una lógica de diferencia. En los relatos de Diana y Daniel esto está presente: allí vemos cómo se reconfigura su estatus de persona una vez que sus cuerpos son expuestos a la valoración social y, por extensión, su lugar como seres humanos y sujetos de derecho. El modelo social (Shakespeare, 2013) ha enfatizado que la discapacidad es creada socialmente y por condiciones que des-habilitan la participación de los sujetos, pero parece importante dimensionar cómo lo biológico se ensambla en lo social y lo político y qué entramados de sentidos, prácticas y relaciones de poder surgen como resultado. La raza, como la normalidad y la anormalidad son ficciones, pero la diversidad corporal es un hecho. Sin embargo, considero que la diversidad corporal no debería ser un argumento para generar desigualdad.

Entonces ¿qué posición ocupan esos otros inapropiados/bles (Haraway, 1999) que no encajan en las taxonomías? A la luz de las experiencias de Diana y Daniel vemos que las personas con discapacidad son colocadas en un espacio liminal, donde se es persona, pero no igual que el resto. Por definición, lo liminal «refiere a un ritual o rito de pasaje en el que hay un cambio de estatus social (…) [e involucra] un tiempo de transición caracterizado por la ambigüedad» (Reid-Cunningham, 2009: 106). Esto indica que se trata de un proceso con inicio y fin. Sin embargo, algunas «personas con discapacidad pueden experimentar un estado de liminalidad prolongado o incluso perpetuo debido a la confusión de roles a la falta de aceptación por parte de otros» (ibídem: 106). Tanto Diana como Daniel fueron ingresados a esta temporalidad liminal al desencadenarse sus respectivas discapacidades y esto surge en sus narrativas de distintas maneras: en la ambigüedad que cobran sus identidades de género, en la consideración de que su producción artística es de segunda o que son «superhéroes» por hacer lo inesperado, en el estigma de la enfermedad que recubre por completo su ser y estar en el mundo. Lo liminal implica también, en este caso, que no se está muerto, pero tampoco se está «normalmente» vivo, porque no se puede hacer como el resto. Ellas/os no están legitimadas/os para desarrollar sus vidas en diversos planos; lo esperable, en cambio, es la inacción. Entonces, si el ser humano produce cultura a través de la acción, de la téchne, a ellas/os en lugar de humanos, se les imagina como cuerpos inmóviles. Como decía Diana: «vos solamente tenés que ir a un hospital, no podés salir con amigos, no podés ir a tomar, no podés estar borracha, no podés nada, tu vida es ir a rehabilitarte». Apoyándome en Connell cuando sostiene que «en nuestra cultura, el sentido físico de la masculinidad y la feminidad es central para la interpretación cultural del género» (2005: 52), subrayo la estrecha conexión entre los atributos físicos y posibilidades técnicas del cuerpo con las performances de género y sexualidad. Cuando Connell habla de lo «físico» alude a «cierta sensación en la piel, cierta tensión y forma muscular, ciertas posturas y modos de moverse, ciertas posibilidades en el sexo» (ibídem: 52-53) que informan la posición de masculinidad o feminidad. De ahí que, si los itinerarios corporales nos enseñan cuerpos en transformación, a la vez estamos en presencia de desplazamientos en el género, la sexualidad u otras dimensiones.

Las dimensiones que encarnan al cuerpo —el género, la sexualidad, la raza, la capacidad— remiten cada una a un repertorio de técnicas corporales: los modos de amar, de tocar y dejarse tocar, de seducir, de garchar, de llorar, de moverse, de dejarse ayudar, de estar harto/a, de sobre-exigirse, de «buscar caminos», son in-corporados, «concretos y específicos» pero no por eso menos sociales. En los modos de hacer que encuentra el cuerpo sintetizan cartografías de disciplinamiento y resistencia, por lo que el proyecto político de producir nuevos ensamblajes (Puar, 2013) implicará, entonces, hondos esfuerzos de revisión de lo aprendido. Por eso aquí insistí en que las alianzas son fundamentales. Si pensamos la identidad, como lo señalaba Mbembe (2016), en términos de una pertenencia mutua a un mismo mundo, en lugar de una relación entre elementos idénticos, estamos desestabilizando un horizonte regulatorio que necesita un conjunto de otros diferenciados, escindidos.

6. Referencias

Braidotti, R. (2000). Sujetos nómades. Corporización y diferencia sexual en la teoría feminista contemporánea. Buenos Aires: Paidós.

Butler, J. (2002). Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del sexo. Buenos Aires: Paidós.

Campbell, F.K. (2001). Inciting legal fictions. ‘Disability’s date with ontology and the ableist body of the law. Griffith Law Review, 10(1), 42-62.

Connell, R. (2005). Masculinities. Berkeley: University of California Press.

Couser, T. (2005). Disability and (auto)ethnography. Journal of Contemporary Ethnography, 34(2), 121-142.

Crenshaw, K.W. (2012). Cartografiando los márgenes. Interseccionalidad, políticas identitarias, y violencia contra las mujeres de color. En R. Platero (Ed.), Intersecciones: cuerpos y sexualidades en la encrucijada (pp. 87-122). Barcelona: Bellaterra.

Cruz, M. (2004). La maternidad de las mujeres con discapacidad física: una mirada a otra realidad. Debate feminista, 30, 87-105.

Esteban, M.L. (2013). Antropología del cuerpo. Género, itinerarios corporales, identidad y cambio. Barcelona: Bellaterra.

Federici, S. (2015). Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Buenos Aires: Tinta Limón.

Ferrante, C. (2014). Renguear el estigma. Cuerpo, deporte y discapacidad motriz (Buenos Aires, 1950-2010). Buenos Aires: Biblos.

Ferrante, C., y Silva, J. (2017). «Rengo es el que tiene pelotas»: discapacidad motriz, deporte adaptado y masculinidad hegemónica en la ciudad de Buenos Aires. Forum: Qualitative Social Research, 18(3), 1-22.

Foucault, M. [1975] (2014). Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. Buenos Aires: Siglo XXI.

Guzmán, P., y Platero, R. (2012). Passing, enmascaramiento y estrategias identitarias: diversidades funcionales y sexualidades no-normativas. En R. Platero (Ed.), Intersecciones: cuerpos y sexualidades en la encrucijada (pp. 125-158). Barcelona: Bellaterra.

Haraway, D. (1999). Las promesas de los monstruos: una política regeneradora para otros inapropiados/bles. Política y Sociedad, 30, 121-163.

Hill Collins, P. (1986). Learning from the Outsider Within: The Sociological Significance of Black Feminist Thought. Social Problems, 33(6), S14-S32.

Hill Collins, P. (1996). What’s in a name? Womanism, Black feminism, and beyond. The Black Scholar26(1), 9-17.

hooks, B. (2001). All About Love: New Visions. New York: Harper Perennial.

Lagarde, M. (2005). Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas y locas. México D.F.: UNAM.

Lewiecky-Wilson, C., y Cellio, J. (2011). Introduction: On liminality and cultural embodiment. En C. Lewiecky-Wilson y J. Cellio (Eds.), Disability and mothering. Liminal spaces of embodied knowledge (pp. 1-16). New York: Syracuse University Press.

Malacrida, C. (2007). Negotiating the dependency/nurturance tightrope: dilemmas of motherhood and disability. Canadian Review of Sociology & Anthropology, 44(4), 469-493.

Martínez-Pérez, J. (2009). Presentación: La poliomielitis como modelo para el estudio de la enfermedad en perspectiva histórica. Asclepio. Revista de Historia de la Medicina y de la Ciencia, 61(1), 7-22.

Mauss, M. (1979). Sociología y antropología. Madrid: Tecnos.

Mbembe, A. (2016). Crítica de la razón negra. Buenos Aires: Futuro Anterior.

McRuer, R. (2002). Compulsory Able-Bodiedness and Queer/Disabled Existence. En S. Snyder, B. Breuggemann y R. Garlandthomson (Eds.), Disability Studies: enabling the humanities (pp. 88-99). New York: Modern Language Association of America.

Morris, J. (1991). Pride against prejudice. Transforming attitudes to disability. London: The Women’s Press.

Moscoso, M. (2009). La ‘normalidad’ y sus territorios liberados. Dilemata, 1(1) 57-70.

Nash, J. (2011). Practicing Love: Black Feminism, Love-Politics, and Post-Intersectionality. Meridians, 11(2), 1-24.

Palermo, M. (2018). La construcción de sentidos en torno a la discapacidad en las prácticas cotidianas de profesores en una Colonia Municipal Especial (Tesis de Maestría inédita). Universidad Nacional de San Martín, Argentina.

Puar, J. (2013). ‘I would rather be a cyborg than a goddess’: intersectionality, assemblage, and affective politics. Meritum, 8(2), 371-390.

Reid-Cunningham, A. (2009). Anthropological theories of disability. Journal of Human Behavior in the Social Environment, 19, 99-111.

Shakespeare, T. (Ed.). (2013). The Social Model of Disability. En L. Davis (Ed.), The Disability Studies Reader (pp. 214-221). New York: Routledge.

Shakespeare, T. (2000). Disabled sexuality: toward rights and recognition. Sexuality and disability, 18(3), 159-166.

Shakespeare, T., Gillespie-Sells, K., y Davies, D. (1996). The sexual politics of disability. Untold desires. London: Casell.

Stiker, H. (1999). A history of disability. Michigan: The University of Michigan Press.

Testa, D.E. (2014). El síndrome pos-polio y sus anudamientos en el pasado. Intersticios, Revista Sociológica de Pensamiento Crítico, 8(1), 233-248.

Testa, D.E. (2018). Del alcanfor a la vacuna Sabin. La polio en la Argentina. Buenos Aires: Biblos.

Toboso, M. (2017). Capacitismo. En R. Platero, M. Rosón y E. Ortega (Eds.), Barbarismos queer y otras esdrújulas (pp. 73-81). Barcelona: Bellaterra.

Torras, M. (2007). El delito del cuerpo. En M. Torras (Ed.), Cuerpo e identidad I (pp. 11-36). Barcelona: Ediciones UAB.

1 El concepto de «otros inapropiados/bles» fue acuñado por Trinh Min-Ha y recuperado luego por Haraway.

2 El término «capacitismo» emerge del movimiento de los derechos de las personas con discapacidad en Estados Unidos y Gran Bretaña entre los años 60 y 70 para denunciar la discriminación basada en la estructura y funcionamiento del cuerpo de estas personas (Wolbring y Guzmán, 2010, apud Toboso, 2017). Desde esos años a esta parte, el concepto se extendió geográficamente y complejizó su formulación teórica; para algunos se trata de un prejuicio y otros ponen el énfasis en su sustrato simbólico-cultural. Empleo la conceptualización que ofrece Fiona K. Campbell, para quien capacitismo refiere a «una red de creencias, procesos y prácticas que producen un particular tipo de yo y de cuerpo (el estándar corporal) que se proyecta como lo perfecto, típico de la especie y, por tanto, lo esencial y plenamente humano» (2001: 44). Asimismo, para la autora, la estabilidad de esta «difusa red» está sujeta a su propia capacidad de cerrarse sobre sí misma, invisibilizando las semejanzas entre lo considerado «discapacitado» y el ser humano modelo (ibídem). Si mi interpretación de C­ampbell es correcta, entonces ella está subrayando la agencia del capacitismo y su carácter relacional e histórico. Como categoría de análisis, capacitismo se asemeja a las de sexismo o racismo en tanto pretende evidenciar un modo de discriminación producido estructuralmente (Toboso, 2017).

3 Rengos es un término nativo que utilizan para nombrarse algunas personas con discapacidad en Argentina, más precisamente en Buenos Aires. Cabe señalar que al menos en mi trabajo de campo siempre lo he escuchado en masculino, nunca en femenino o en una expresión no binaria. Una genealogía de esta categoría se encuentra en Ferrante (2014). De acuerdo con ella, rengo «expresa un modo duradero de ser discapacitado “creado” y promovido en el naciente ámbito del deporte para personas con discapacidad a fines de los 40» (2014: 26) con una doble significación: «la primera se asocia a un modo de metaforizar una forma de andar propiciada por las consecuencias de la poliomielitis [y la segunda] se asocia a la intención de cuestionar la mirada descalificadora que recibían de “los normales”» (ibídem: 27).

4 La investigación que da origen a los resultados presentados en la presente publicación recibió fondos de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación bajo el código POS_EXT_2018_1_154615. Expreso mi agradecimiento a las revisoras por su detenida lectura y generosos comentarios, los cuales sin duda permitieron mejorar el texto. También debo mi agradecimiento a Diana y Daniel por confiarme sus historias de vida y permitirme escribir sobre ellas.

5 Un ejemplo son las Colonias para Niños Débiles que surgen en Argentina a fines del siglo xix, hoy Colonias Especiales (Palermo, 2018).

6 Autodenominada «Proceso de Reorganización Nacional», la última dictadura militar argentina tuvo lugar entre 1976 y 1983. La Guerra de las Malvinas se extendió entre el 2 de abril y el 14 de junio de 1982.

7 Cynthia Lewiecky-Wilson y Jen Cellio (2011) argumentan que los espacios liminales tienen la potencialidad para hacer surgir resistencias y conocimientos alternativos a los guiones culturales.

8 En lunfardo rioplatense garchar es tener sexo.