El victimario como sujeto de dolor.
La figurabilidad del perpetrador en la película
documental chilena «El Mocito» (2011)

The Victimizer as Subject of Pain. The Figurability of the Perpetrator
in the Chilean Documentary Film El Mocito (2011)

Eyleen Faure Bascur1*

Universidad de Santiago de Chile

Palabras clave

Cine documental
Memoria
Dictadura chilena
Perpetradores
Representación

Resumen: Este artículo analiza la figurabilidad del perpetrador en la película documental «El Mocito» de Marcela Said y Jean De Certeau (2011). Se ha seguido la propuesta teórico-metodológica de L. Zylberman para el análisis de las representaciones de los victimarios en el documental, basada en la observación de las formas y modalidades bajo las cuales aparecen estos actores. Se analiza, en primer lugar, el ámbito narrativo de la película, correspondiente a la forma, para luego profundizar en la modalidad de aparición del sujeto victimario, al poner en relieve algunos aspectos del desarrollo de este personaje. Se concluye que en la película se elabora una representación del victimario que, por estar centrada en la vulnerabilidad extrema del sujeto, elude la discusión acerca de su responsabilidad, al ofrecer un retrato reduccionista del protagonista (Jorgelino Vergara, «El Mocito»), enfocado en los estragos que el régimen ha producido en su vida. Esta ambigüedad respecto a la cuestión de la responsabilidad se cimenta en un vaciamiento de la subjetividad del personaje, de su posible ideología y agencia, y en la elaboración de un arco narrativo en el que predominan los sentidos religiosos confesionales.

Keywords

Documentary film
Memory
Chilean dictatorship
Perpetrators
Representation

Abstract: This article analyzes the figurability of the perpetrator in the documentary film El Mocito by Marcela Said and Jean De Certeau (2011). The theoretical-methodological proposal of L. Zylberman has been followed for the analysis of the representations of the perpetrators in the documentary, based on the observation of the forms and modalities under which these actors appear. First of all, the narrative scope of the film is analyzed, corresponding to the form, to later delve into the modality of appearance of the victimizer, by highlighting some aspects of the development of this character. It is concluded that the film elaborates a representation of the perpetrator that, by being centered in the extreme vulnerability of the subject, eludes the discussion about his responsibility, by offering a reductionist portrait of the protagonist (Jorgelino Vergara, El Mocito), focused on the havoc that the regime has produced in his life. This ambiguity regarding the question of responsibility is based on an emptying of the character’s subjectivity, of his possible ideology and agency, and in the elaboration of a narrative arc in which confessional religious senses predominate.

* Correspondencia a / Correspondence to: Eyleen Faure Bascur. Universidad de Santiago de Chile. Román Díaz, 89. Providencia, Santiago, Chile. – eyleen.faure@usach.cl – http://orcid.org/0000-0001-6266-5057.

Cómo citar / How to cite: Faure Bascur, Eyleen (2021). «El victimario como sujeto de dolor. La figurabilidad del perpetrador en la película documental chilena El Mocito (2011)». Papeles del CEIC, vol. 2021/2, papel 250, -17. (http://doi.org/10.1387/pceic.22451).

Fecha de recepción: enero, 2021 / Fecha aceptación: junio, 2021.

ISSN 1695-6494 / © 2021 UPV/EHU

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1. Presentación

En la actualidad, las películas documentales constituyen un modo de conocer y representar el pasado, contribuyendo con la formación y circulación de la memoria histórica (Aprea, 2015; Campo, 2015; Nichols, 2013), por lo que es relevante observar, tanto las formas discursivas, como las imágenes elaboradas en este tipo de películas. Bajo estas representaciones subyacen una intención, una interpretación del mundo y un discurso respecto a la historia. La «imagen de la otredad» (Bernini, 2008: 91), elaborada en el documental, tiene una potencia que podría ser aún mayor que las representaciones del cine de ficción, en la medida que, culturalmente, se atribuye al documental una importante carga de «veracidad» (Aprea, 2015; Plantinga, 2007).

En Chile, el cine documental ha tenido una trayectoria prolífica, a lo largo de la cual ha sido determinante su relación con la política, la historia y la memoria (Mouesca, 2005). Durante los últimos 40 años, este género ha sido fundamental para la configuración y transmisión de la memoria de las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura cívico-militar de Pinochet. En las décadas de los setenta y ochenta, este tipo de películas fue desarrollado en su mayoría por realizadores/as en el exilio, cumpliendo una importante función como medios de denuncia de las atrocidades que se estaban cometiendo en el país. Durante los años noventa, el documental se convirtió en medio de expresión de la memoria de las víctimas directas de la violencia, con realizaciones que seguían denunciando los crímenes, a la vez que transmitían parte de la memoria de la experiencia del horror. Desde el año 2000, aproximadamente, emergió con fuerza el documental de la segunda generación: el llamado «cine de los/as hijos/as», caracterizado por situar la subjetividad de los/as realizadores/as en el centro de la imagen y la escucha, en una tendencia conocida como «giro subjetivo del documental» (De los Ríos y Donoso, 2016).

El recambio generacional, sumado a otros hitos y factores del contexto político y social, ha propiciado la apertura hacia nuevos temas y medios de expresión en el documental, que se han plasmado en la pantalla durante los últimos 10 años. En este contexto, dentro de este género han emergido nuevos actores sociales que, durante mucho tiempo, estuvieron excluidos de estas manifestaciones de la memoria (Nichols, 1997).

En esta línea se inscribe el documental «El Mocito», de Marcela Said y Jean de Certeau (2011). Esta película es una de las primeras en Chile en poner en pantalla la figura del victimario-cómplice de la dictadura como protagonista. Este film fue estrenado algunos años después del hallazgo del centro de detención, tortura y exterminio ubicado en calle Simón Bolívar 88002, en la ciudad de Santiago. Tiene por protagonista a Jorgelino Vergara Bravo, «el Mocito», exagente de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) y de la Central Nacional de Inteligencia (CNI)3 quien, desde el año 2007 y después de haber sido acusado de secuestro y asesinato en el marco del caso calle Conferencia 1 y 24, colaboró con la justicia al hacer pública la existencia del centro de exterminio. Sus declaraciones contribuyeron con la investigación y posibilitaron la detención de cerca de 70 exagentes de la DINA (Rebolledo, 2012).

A partir del análisis de este documental se sostendrá que, tanto el registro general de la película como la representación del sujeto victimario presentan algunos rasgos susceptibles de ser problematizados. El primero de ellos es que el film elabora una retórica audiovisual ambigua en relación con la responsabilidad del sujeto, al representarlo exclusivamente desde su vulnerabilidad extrema. Con ello, se vacía la subjetividad y agencia del protagonista, y se elude la discusión sobre la responsabilidad de sus propios actos. El segundo aspecto a problematizar es que la película se centra en develar el daño que el régimen infligió al sujeto, con lo que endilga una responsabilidad absoluta al contexto, en este caso, la maquinaria represiva. Finalmente, la narración del documental elabora un discurso en el que predominan los sentidos religiosos confesionales, en función de los cuales se insinúa, por ejemplo, que cuestiones como la reparación y la «reconciliación» dependerían del arrepentimiento y del perdón.

2. Acerca del estudio de los victimarios o perpetradores

Desde hace algunos años, se ha configurado dentro de las humanidades y de los estudios de la cultura un nuevo campo de investigaciones en torno al «giro del perpetrador» o «giro victimario» (Basile, 2018; Ros, 2019; Salvi y Feld, 2020; Sánchez, 2018; Zylberman 2020a), que encuentra su antecedente en los numerosos trabajos relativos al nazismo y la Shoah, campo dentro del cual se pueden mencionar los relevantes aportes de Arendt (1963/2000), G­oldhagen (1998), Hilberg (1993) y La Capra (1994), entre muchos otros5.

Las investigaciones asociadas a este nuevo «giro» han profundizado en la subjetividad, ideología y narrativas que sostienen los sujetos identificados como perpetradores o victimarios, intentando comprender además los marcos contextuales, políticos e ideológicos que propiciaron sus acciones criminales (Salvi y Feld, 2020). De este modo, se ha producido una expansión dentro de los estudios relacionados con la memoria, las transiciones políticas, el pasado reciente y los estudios de la cultura, a partir de la cual se han incorporado nuevos temas de investigación relacionados con este actor social (Crasnianski, 2016; Salvi, 2016; Sánchez, 2018; Zylberman, 2019)6.

Respecto al cono sur de América, entre los temas que destacan dentro de este campo se encuentran: el estudio de sus narrativas, a partir de sus confesiones, relatos, declaraciones públicas y judiciales, etc. (Ferrer y Sánchez-Biosca, 2019; Payne, 2008 Salvi y Feld, 2019); el estudio de las representaciones audiovisuales de los victimarios y del genocidio (Canet, 2020; Feld, 2002; Lazzara, 2013, 2014, 2016; Peris Blanes, 2019; Zylberman, 2020a, 2020b); las narrativas oficiales sobre su figura (Jara, 2020a); las memorias militares (Hershberg y Agüero, 2005) y los testimonios de familiares directos de criminales de lesa humanidad (Basile, 2018; Bruzzone y Badaró, 2014; Crasnianski, 2016; Lazzara, 2020; Salvi, 2016).

En cuanto a la terminología utilizada para nombrar a los sujetos implicados en estos crímenes, denominaciones como perpetrador, victimario o cómplice tienen su propia historicidad y son, al mismo tiempo, categorías relacionales, por lo que su constitución estará determinada por el contexto social. Esta es una de las razones por las cuales estos nombres o designaciones son aún objeto de controversias y debates (Salvi y Feld, 2020). Determinar quiénes son los victimarios, qué crímenes cometieron y por qué lo hicieron son tareas en extremo complejas, y forman parte de los debates políticos, sociales y culturales aún en curso en las sociedades que han atravesado por períodos de violencia extrema. Entre las primeras denominaciones utilizadas para conceptualizar esta figura están la de perpetrador y la de verdugo, que hacen referencia a agentes del Estado, a «gente corriente» con algún grado de responsabilidad en la comisión de crímenes masivos (La Capra, 1994; Salvi, 2016). Otra categoría utilizada en un sentido parecido es la de «represor», que para Salvi (2016) es fruto del desarrollo de este campo de estudios en Argentina. Su significado remite a toda persona (civil o militar), haya sido denunciada o no, involucrada en violaciones a los derechos humanos durante la última dictadura militar (Salvi, 2016; Salvi y Feld, 2020).

Según plantea Zylberman (2020c), el perpetrador debe ser pensado como un colectivo dentro del cual se encuentran planificadores, ideólogos, ejecutores y beneficiados con la comisión de los crímenes. Así, factores como las diversas gradaciones y la responsabilidad diferenciada tendrán que ser considerados si se busca comprender el accionar de estos sujetos. En el caso chileno, la acción del terrorismo de Estado involucró a un espectro amplio de personas, que ejercieron distintas funciones dentro del aparato represivo. Muchas de ellas eran militares de distinto rango, aunque también participó una importante cantidad de civiles en estos crímenes. Algunos de ellos colaboraron indirecta o directamente, otros lo hicieron como ejecutores, mientras que muchos mantuvieron complicidad y/o silencio frente a lo que ocurría. A partir de esta variedad de sujetos, funciones y posiciones dentro del grupo de los «perpetradores» se puede considerar a este colectivo como un continuum (Canet, 2020), figura que grafica la constitución de este conjunto de actores sociales.

A pesar de que en Chile la categoría que ha alcanzado mayor uso es la de perpetrador (Aguilera y Jara, 2016; Jara, 2020a, 2020b; Santos-Herceg, 2020; Peris Blanes, 2019), —que emerge en lo público gracias a la lucha de las agrupaciones defensoras de derechos humanos (Aguilera y Jara, 2016)—, durante los últimos años las investigaciones han ido posicionando otras denominaciones a nivel cultural que han contribuido a comprender las acciones y motivaciones de los sujetos implicados en el terrorismo de Estado. Entre estas se encuentran la de «cómplice» (Lazza­ra, 2016; Rebolledo, 2012, 2013), la de «colaborador» (Rebolledo, 2013; Peris Blanes, 2019), la de «torturador» (Santos-Herceg, 2020) y la de «victimario» (Jara, 2020b). Asimismo, estas investigaciones han ayudado a expandir los significados sociales y culturales elaborados en torno a estas figuras (Aguilera y Jara, 2016; Jara 2020a; Del Campo y Cápona, 20197.

No obstante, este subcampo de estudios es aún incipiente en Chile, lo que podría explicarse a partir de distintos factores relativos al contexto nacional. El primero se relaciona con el silencio público y social, sostenido durante muchos años en relación con las identidades de los perpetradores y los crímenes cometidos, que ha sido mantenido tanto por el Estado chileno, como por los propios participantes y excolaboradores del régimen (Santos-Herceg, 2020; Jara, 2020a). La segunda explicación posible podría estar dada por la limitada y escasa acción de la justicia en relación con los crímenes de la dictadura. Esta situación ha alimentado una sensación de impunidad (Jara, 2020a) que, culturalmente, se ha fortalecido por una especie de tabú en torno la figura del perpetrador (Aguilera y Jara, 2016; Peris Blanes, 2019). Al no existir suficiente reconocimiento público de los crímenes, de su gravedad y, sobre todo, de sus ejecutores, las instancias de exposición pública y social de los sujetos victimarios se han visto restringidas.

3. Los perpetradores en el cine documental chileno

Durante los años noventa, la representación de los victimarios en el cine chileno apareció de manera excepcional en dos películas pioneras (Jara, 2020b), ambas documentales. La primera de ellas es «La Flaca Alejandra» de Carmen Castillo (1993), película que explora la biografía de Marcia Merino8 e instala una reflexión profunda sobre la traición y la colaboración (Jara, 2020b; Llanos, 2016). Según plantea Jara (2020b), «La Flaca Alejandra» es una obra que logra desestabilizar la distinción entre víctimas y perpetradores, representando ese lugar intermedio que Levi denominó la «zona gris» (1963/2006). La segunda película pionera en este ámbito es el documental «Mi vecino es un torturador», de Toni Comiti y Manolo D’Arthus (1997); un film en el que los realizadores logran graficar la división en las sociedades que han atravesado por períodos de violencia extrema. En esta obra es posible apreciar la «negación sistemática de la responsabilidad de los perpetradores, enfatizando en el carácter esquizoide de la transición chilena» (Jara, 2020b: 6). Ambas producciones son reconocidas como las primeras en abordar la representación del perpetrador, victimario o colaborador; una apertura que ha ido lentamente estimulando la presencia de esta figura en nuevos documentales chilenos.

Después del año 2000 comienzan a observarse nuevas representaciones cinematográficas que, en alguna medida, van resquebrajando la identidad pública del perpetrador. Varios procesos históricos y hechos puntuales influyeron en esta apertura, de la cual el documental se convierte en espejo y amplificador: la detención de Pinochet en Londres, su muerte en el año 2006, la convocatoria a la Mesa de Diálogo y a la Comisión sobre Prisión Política y Tortura, y la publicación del Informe Valech. Estas instancias contribuyeron con el ingreso de nuevas imágenes del perpetrador a la escena política, social y cultural, propiciando una comprensión expansiva de la responsabilidad sobre los crímenes; y facilitando la emergencia de identidades como los/as torturadores/as, los/as informantes, los/as colaboradores/as, los/as cómplices, etc. (Canet, 2020; Jara, 2020b).

Esta apertura va adquiriendo continuidad a través del tiempo, a la vez que se profundiza con el recambio generacional. A partir del año 2010 se observa una relativización aún mayor de la identidad del victimario o perpetrador en el ámbito del cine documental, muy en sintonía con los procesos sociales (Jara, 2020b; Traverso, 2017). Así, el documental empieza a ofrecer «un relato complejo de sus motivaciones e historias sociales, manteniendo al mismo tiempo la gravedad de las atrocidades cometidas» (Jara, 2020b: 8). Paulatinamente, se sitúa al perpetrador en el centro de la imagen y la escucha documental (Véliz, 2020: 29), se intenta desarticular los relatos predominantes en este ámbito y se contribuye a expandir un campo reflexivo aún en ebullición.

Dentro de este nuevo movimiento del cine documental se puede mencionar la película «Viva Chile Mierda», en la que Adrián Goycoolea (2013), sobrino de una exprisionera y exiliada política, explora la figura del extorturador Andrés Valenzuela («El Papudo»)9, el primero en confesar sus crímenes mientras Pinochet aún estaba en el poder. En esta obra se puede observar a un victimario deconstruido por el propio relato de algunas víctimas del régimen —aunque no víctimas directas de Valenzuela—, quienes revelan el «lado humano» del sujeto (Traverso, 2017). Otra de las películas relevantes en este sentido es «El color del camaleón» de Andrés Lübbert (2017), quien profundiza en la verdad de su padre, Jorge, utilizado por la DINA para cometer atroces crímenes. Andrés confronta a su padre con ese pasado doloroso y confuso, del cual él mismo, como hijo, no sabe casi nada. Aparece así una figura que revela la complejidad que asumen las formas del terrorismo de Estado, y los mecanismos mediante los cuales los sujetos fueron involucrados en estos actos. Finalmente, en esta misma línea, se encuentra el documental «El Pacto de Adriana», que muestra la vida actual de Adriana Rivas, exagente de la DINA, desde la perspectiva testimonial de su sobrina, la realizadora Lissette Orozco (2017). Esta película relata el viaje de Orozco, desde que detienen a su tía, en el año 2007, a través de un relato íntimo de enfrentamientos, descubrimientos e insinuaciones, que marcan la revelación de un gran secreto familiar que se conecta con la memoria histórica de un país.

4. Definiciones metodológicas

El análisis que se propone en este trabajo aborda la representación del sujeto identificado como victimario dentro de una película documental; y entiende que la puesta en público de esta representación estimula la discusión sobre la identidad de este actor social, de su responsabilidad, de sus motivaciones y de la complejidad de las redes de acción del terrorismo de Estado.

Cabe aclarar que el análisis que se ofrece no es de tipo semiótico ni audiovisual, sino que delinea algunos elementos centrales sobre los que se funda y se constituye la figurabilidad del victimario en la película escogida, a partir de componentes generales de la retórica visual del film. Entre estos elementos están: la estructura narrativa de la película, entendida como las formas que adquiere(n) el o los relatos expresados en el mundo proyectado, y la figurabilidad del protagonista —«El Mocito»— en tanto personaje. Este segundo elemento se propone a partir de la observación de los recursos expresivos que constituyen y acentúan características del personaje, y que refuerzan la propuesta narrativa y discursiva de la película.

Este análisis se guía por la propuesta teórico-metodológica de Lior Zylberman (2020a), quien formula una taxonomía para analizar los modos bajo los cuales los perpetradores aparecen en documentales, estructurada a partir de dos categorías: formas y modalidades. Respecto a las formas, estas refieren a los mecanismos mediante los cuales se comunica un relato («discurso narrativo»). El autor distingue, por una parte, a la forma visual, que permite «pensar las diversas formas de (re)presentación en imágenes de los victimarios, ya sean éstas registradas por ellos mismos o bien registradas por otros, ya sea en los momentos del exterminio o en forma posterior» (Zylberman, 2020a:171). Por otro lado, la forma verbal se relaciona con las maneras de «(re)presentación en el nivel de la expresión oral» (Zylberman, 2020a:171), tanto de parte de los victimarios, como de otras personas que intervengan en la película: víctimas, expertos/as, narrador/a en off, etc.

Sobre las modalidades, Zylberman (2020a) señala que estas remiten a las formas visuales de aparición de los victimarios, al origen de esos registros y a las maneras en que se disponen dentro de la obra. Al respecto, propone cuatro modalidades: 1) De archivo, referida a material o imágenes de archivo o registros visuales editados y montados para crear una película; 2) Evocativa, modalidad en la que se delinea la figura del victimario a partir de la evocación que hace un tercero; esta puede iniciar de forma verbal, para luego dar paso (o no) a una representación visual; 3) Declarativa, que podría incluir declaraciones públicas de los victimarios; y, 4) Participativa, referida a la participación voluntaria del perpetrador. En esta última modalidad debe ponerse atención a la potencial tensión entre «la performance representacional y presentacional ya que la participación será entendida de una manera precisa: cuando el victimario se dispone a actuar, a recrear, ante la cámara. Es por eso que los documentales que apelan a esta modalidad son escasos e infrecuentes, pero cuando recurren a esta modalidad, suelen traer consigo discusiones de diversos tipos» (Zylberman, 2020a: 182).

Siguiendo este esquema de análisis se abordará, en primer lugar, el ámbito narrativo de la película (la forma). Posteriormente, se profundizará en la modalidad de aparición del sujeto victimario, con énfasis en algunos aspectos del desarrollo de este personaje. Finalmente, se propondrá una lectura crítica de algunos de los aspectos observados.

5. «El Mocito»: el victimario como sujeto de dolor

La película «El Mocito», de Said y De Certeau (2011), muestra el presente de Jorgelino Vergara Bravo10, exagente de las policías secretas de la dictadura de Pinochet. A los 14 años, Vergara entró a trabajar como mozo de servicio a la casa de Manuel Contreras11, para luego pasar a cumplir las mismas funciones en un cuartel de exterminio de la DINA, donde servía el café y desarrollaba labores de mantenimiento del recinto. Al poco tiempo, se formó como agente y empezó a trabajar como tal, insertándose en la estructura del organismo clandestino. Una vez disuelta la DINA, en 1977, Vergara pasó a formar parte de la Central Nacional de Inteligencia (CNI), organismo que reemplazó a aquella en las labores de persecución, desaparición y exterminio de opositores/as a la dictadura.

En el año 2007, Jorgelino Vergara rompió el pacto de silencio, luego de que se le acusara de secuestro y asesinato en el marco del caso Calle Conferencia. A partir de las declaraciones de Vergara se logró comprobar la existencia del centro de exterminio que operó como cuartel general de las Brigadas Lautaro y Delfín, dos grupos selectos de agentes que conformaban el círculo de confianza de Contreras (Rebolledo, 2012). Asimismo, la información proporcionada por el exmozo de la DINA ha contribuido con las indagaciones relativas a varios casos de violaciones de los derechos humanos, ocurridos durante la dictadura de Pinochet.

Este film relata el viaje de «El Mocito» como personaje protagonista, travesía durante la cual se muestra al sujeto como errante y perdido, tanto en un sentido literal —abandona su casa luego de ser ubicado por la policía—, como en uno metafórico, cuando se plantea el drama psicológico por el que atraviesa. La narrativa del viaje dentro de la película sigue el curso de un camino religioso, a través del cual «El Mocito» va superando una serie de pruebas.

Según la propuesta metodológica de Zylberman, la narración dentro de la película se efectúa bajo la forma visual, configurada fundamentalmente a partir de imágenes en las que se muestra al personaje de «El Mocito» y sus espacios vitales: la choza que habita y los encuentros que sostiene con parientes y conocidos. La ausencia de voz en off y de los realizadores en escena, sumado al carácter incidental de la palabra de Vergara dentro de la película, permiten afirmar que son las imágenes las que guían este viaje religioso de búsqueda de la redención (ver Figura 1). La narración discurre a través de escenas de larguísima duración, en las que pareciera que el tiempo se detiene. En estas secuencias es posible observar a «El Mocito» realizando toda clase de actividades cotidianas y nimias, en momentos que operan como puentes entre los distintos estadios del camino de redención que sigue el personaje. Las imágenes muestran el estado precario en el que el personaje vive actualmente, retratándolo de forma casi naturalista.

Al plano narrativo principal de la película —el del viaje religioso— se superpone el relato de aquellos que conocen o han conocido a «El Mocito», entre los que se cuentan su cuñado y algunos habitantes de uno de los pueblos en los que el personaje residió. Estas breves intervenciones sirven para incorporar información nueva, relativa a la biografía del personaje. En este segundo plano emergen algunos rasgos como la arrogancia y agresividad de «El Mocito» (el hecho de que se vanaglorie de haber sido «milico» y «CNI»), y la paranoia permanente con la que vive. La puesta en escena de estos relatos puede interpretarse como un intento de introducir estos elementos como parte de la constitución del personaje, en la medida que dialogan con algunas escenas que refuerzan esa imagen. Sin embargo, este plano narrativo no adquiere prominencia a lo largo del film, y solo contribuye a contrastar débilmente la imagen de «El Mocito», elaborada a través de la narración principal, que lo muestra como una persona atormentada que busca redención, en una línea que se sostiene hasta el final de la película (ver Figura 1).

Figura 1

A lo largo de la película, el Mocito va cumpliendo distintas penitencias, que le acercan a la redención. Las referencias religiosas a lo largo del film son constantes y refuerzan visualmente la narración
y la constitución del personaje

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A lo largo de este camino, «el Mocito» se reúne con diversos personajes. Estos encuentros van comunicando información nueva al espectador, a la vez que dan cuenta del proceso de búsqueda de redención del protagonista. Por ejemplo, se reúne con su exjefe de Brigada, Juan Morales Salgado12, quien aún se refiere a él como «cabro»13, y le trata como si aún fuera el mozo de servicio (ver Figura 2). Por su parte, «el Mocito» le confiesa: «ustedes fueron como padres para mí en esa brigada», aludiendo a la familia militar a la que ingresó y en la que pudo encontrar el afecto y la filiación que nunca tuvo (Aceituno, 2014; Rebolledo, 2012).

En varias de estas escenas es común el uso de recursos intermediales que introducen elementos nuevos a esta narración visual, tales como fotografías en las que puede verse a un «Mocito» joven y feliz, y que profundizan en el tono afectivo de las relaciones que el personaje establece con estas personas de su pasado. Lo mismo se observa cuando, en una de las escenas finales de la película, el protagonista se reúne con la familia Palma14 (ver Figura 3), quienes le solicitan información acerca del destino de su padre, detenido desaparecido por la dictadura.

Figura 2

«El Mocito» se rencuentra con su exjefe en la DINA, Juan Morales. El encuentro se caracteriza por su afectividad y distensión

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Figura 3

«El Mocito» entrega a la familia Palma los nombres de los torturadores de su padre, en una acción que se inscribe como el paso final de su camino a la redención

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La forma visual de comunicar la narración y el discurso instala una tensión entre lo dicho y lo «no dicho», entre algo que parece estar pero que no se «dice», «entre la imagen que muestra la falta y la palabra que bordea lo innombrable» (Véliz, 2020); estrategia visual que, finalmente, se transforma en articuladora del discurso de la película. La oscuridad en que queda buena parte del mundo interior del personaje y los supuestos actos cometidos por él, presenta de manera ambigua a Vergara. Aunque parezca paradójico, es este «silencio verbal» el que logra insinuar la idea de un supuesto arrepentimiento de su parte; aunque, en realidad, éste no se explicita de forma alguna. Esto se logra mediante la narración visual, que constantemente vincula al personaje con su fe en dios, y representa su camino presente a partir de una lógica religiosa confesional, según la cual «El Mocito» va cumpliendo distintas penitencias que le aproximan a la redención.

5.1. «El Mocito» como personaje

Siguiendo la taxonomía de Zylberman (2020a) sobre las modalidades de aparición del victimario en la pantalla documental, este aparece en la película bajo la modalidad participativa, caracterizada por contar con la voluntad del victimario de interactuar ante la cámara, lo que implica una tensión entre la presentación misma del sujeto y la representación que se elabora sobre su figura (Zylberman, 2020a). En este caso, la tensión entre presentación-representación se resuelve con la predominancia de esta última pues, dentro del mundo proyectado, es «El Mocito» el protagonista, y no Jorgelino Vergara. Dentro del documental se elaboran una imagen y un discurso específicos sobre el sujeto, y la «performance presentacional» (Zylberman, 2020a) queda subsumida en la constitución del personaje15. Para profundizar en los rasgos relevantes observados en el protagonista, se han identificado cuatro marcas que determinan la figurabilidad de «el Mocito» como personaje.

La primera de estas marcas es la marginalidad. El protagonista se muestra como un sujeto de origen pobre, que actualmente vive al margen de la sociedad. Después de declarar ante la justicia, su esposa lo expulsó de la casa que compartían, y terminó su relación. Por este motivo, «el Mocito» pasó a una situación nómade y sobrevive yendo de un lugar a otro. Estéticamente, esta marca se representa a partir de escenas en las que se le ve emprendiendo el viaje a pie o por carretera, sin más que una mochila al hombro. Estos recursos expresivos dialogan con pasajes de la narración en los que «el Mocito» revela su anhelo de pertenencia, por ejemplo, en la ya comentada visita a Morales (ver Figura 2), a partir de la cual emerge el deseo frustrado de constituir una familia y tener vínculos estables. La marginalidad que el sujeto vive en la actualidad podría interpretarse como la marginalidad de su propia figura dentro del espectro de la perpetración de la violencia dictatorial: su condición de civil y de persona sin educación formal, que ingresa al mundo militar y encuentra en él una «familia», son rasgos que le distancian de la imagen del perpetrador militar.

La segunda marca identificada es la de la pobreza. Además de tener que deambular, a menudo «el Mocito» debe pernoctar en una choza precaria, en la casa de algún conocido o en cualquier otro lugar. La cabaña en la que se le muestra es una vivienda bastante pobre, aislada y casi desamueblada. Caza para comer, se baña en un riachuelo cercano y deambula buscando oportunidades. Como se expresa en algunas escenas, carece de trabajo fijo, por lo que no tiene ingresos estables con los que mantenerse. Esta situación actual se pone en diálogo con elementos de su historia personal, específicamente en la conversación que sostiene con Nelson Caucoto (abogado de causas de derechos humanos), a quien le comenta algunos pasajes de su infancia, enfatizando la pobreza que la caracterizaba. Se puede interpretar entonces que el sujeto «siempre ha sido pobre», situación que se mantiene e, incluso, se ha profundizado en su contexto actual.

La tercera marca que define al protagonista de la película es la ignorancia, referida a dos situaciones. Por una parte, a la carencia de una educación formal y, por otro lado, al nivel sociocultural del sujeto, que se manifiesta en una falta de referentes. Esta marca se expresa, sobre todo, en escenas en las que se muestran las dinámicas relacionales que sostiene «El Mocito», en el relato de su cuñado (quien comenta estos rasgos de su biografía), y también en la conversación sostenida con Caucoto. Nuevamente, algunos pasajes de su infancia sirven para mostrar la precariedad de la existencia del personaje quien, a muy corta edad, debió abandonar su tierra natal para emigrar a Santiago. Tenía 14 años cuando llegó a la capital chilena, sin haber finalizado sus estudios básicos y sin haberlos continuado, pues de la casa de Manuel Contreras pasó a la DINA y, posteriormente, a la CNI.

Finalmente, la cuarta marca observada en la constitución del personaje evidencia la carencia afectiva y de filiación que caracterizaría su vida pasada y presente. Su historia personal, marcada por el abandono, lo empuja a ir de una casa a otra, hasta que llega a la casa de los Contreras. En la «familia militar», que lo introduce al contexto de la extrema violencia, encontró una «sombra de su filiación originaria» (Aceituno, 2014: 15). Esta marca se refuerza a partir de la constante infantilización del personaje, denominado «El Mocito», a pesar de ser actualmente un hombre adulto, y al mostrarlo aún como ese joven adolescente en busca de aceptación, que se sigue relacionando desde esa misma ubicación con quienes fueron sus superiores. Esta infantilización exhibe el «vínculo perverso» (Aceituno, 2014) que el personaje establece con el aparato represivo, con sus pares agentes y, sobre todo, con sus superiores al interior de la DINA.

Las cuatro marcas referidas construyen al personaje como un gañán marginado, que no logra pertenecer, que no supera la pobreza extrema y la ignorancia y que, a pesar de ser un adulto, no ha dejado atrás sus carencias afectivas y familiares que le marcaron y empujaron a aceptar lo que el contexto le impuso. Vive estas marcas desde el presente, como una persona errante, sin familia y con aparentes problemas con el alcohol. Como un penitente que lucha por pagar sus culpas y lograr la redención.

 

 

Figura 4

Las cuatro marcas que constituyen al personaje se refuerzan mediante imágenes con una importante expresividad: cazando para comer, revelando los profundos vínculos afectivos que hizo en la DINA, errante sin rumbo fijo y comentando dolorosos pasajes de su infancia. Se le figura como un «sobreviviente»

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6. Acerca de la figurabilidad del victimario-cómplice en la película

Este trabajo comparte la apreciación general sobre la película, sostenida en otras investigaciones, de que la representación del victimario-cómplice se efectúa desde una perspectiva «humanizadora» (Jara, 2020b; Lazzara, 2014; Ros, 2018). En esta representación se observa, por parte de la directora, un gesto de distanciamiento de las lógicas crueles del período dictatorial que, además, disloca los «polos incuestionables de la víctima y el victimario» (Ros, 2018: 9), al introducir esta figura intermedia e incorporar la idea de un espectro amplio de sujetos que caben dentro de la categoría del «perpetrador».

La película plantea la cuestión de la participación de los civiles en la maquinaria del terrorismo de Estado (Jara, 2020b; Lazzara, 2014; Ros, 2018), lo que implica una apertura para repen­sar la imagen del victimario en la dictadura chilena. Esto último tiene gran relevancia, sobre todo si se considera que aún se desconoce la cantidad de civiles que colaboraron y participaron de la dictadura16, y que tampoco se han podido conocer sus identidades, ni establecer sus responsabilidades (Rebolledo, 2012). De igual manera, el documental visibiliza la influencia que el contexto social ejerció sobre la participación de civiles en la ejecución de la violencia, cuestión significativa para comprender el caso de Vergara, un agente que actuó en la periferia de la represión y que no contaba con ninguna cuota de poder.

No obstante, desde una perspectiva crítica, el registro general de la película puede interpretarse como ambiguo respecto a la responsabilidad particular del sujeto. Elementos tales como la ausencia de voz en off, y la predominancia de la forma visual en la comunicación de la narración, dejan abierto el campo a múltiples lecturas sobre el personaje, sobre su responsabilidad o complicidad en los supuestos crímenes, sobre sus motivaciones para ingresar y mantenerse en la DINA y en la CNI y, sobre todo, sobre sus razones para guardar silencio durante tanto tiempo. El desarrollo de un personaje a ratos lastimero, a ratos agresivo, a ratos grotesco y repugnante, profundiza esta ambigüedad, lo que finalmente deriva en la configuración de un retrato «generoso» del cómplice (Lazzara, 2016), quien gradualmente genera empatía en el espectador. Esto también se relaciona con la idea de redención progresiva, configurada mediante la narrativa del viaje, según la cual «El Mocito», hacia el final de la película, logra expiar sus pecados y redimirse, puntualmente, en la escena de encuentro con la familia Palma.

En este mismo sentido, Lazzara (2016) ha puesto en relieve la importancia que tiene la depuración gradual del mundo del personaje. Cuestión visible, por ejemplo, en una de las escenas finales de la película en la que Vergara se afeita frente al espejo, «limpia» su apariencia, y se dice a sí mismo «cuánto vale» porque «está haciendo algo bueno por los derechos humanos», a la vez que reafirma su profunda fe en dios al culminar su camino religioso de redención. En la pantalla, Jorgelino Vergara se convierte en «El Mocito», un hombre adulto infantilizado, que no ha podido superar el dolor de su pasado y que hoy, como él mismo afirma, «necesita desahogarse». Una víctima que llegó a la «familia militar» y fue utilizado y desechado por la maquinaria del terrorismo de Estado. Como señala Lazzara, el «arco narrativo del film acepta a un victimario cómplice de la dictadura, como una víctima del régimen» (2016: 64), cuando hace énfasis en aquellos rasgos que delinean a «El Mocito» como una persona que sufre (que ha sufrido toda su vida) y que, además, parece no tener responsabilidad sobre su propio dolor.

La empatía que gradualmente puede inspirar el personaje en los/as espectadores/as, podría convertirse en compasión por este sujeto pobre, marginal, desechado por el aparato represivo y atormentado por su propia conciencia. El vaciamiento casi absoluto de la subjetividad y la agencia (Lazzara, 2016) de «El Mocito», redunda en un debilitamiento extremo de su figura, posicionada casi como un desecho de la maquinaria atroz de la dictadura. Visto desde esta perspectiva, la pregunta por la responsabilidad pierde sentido, pues, al despojar de su sustancia al personaje, se le quita también su capacidad de responsabilizarse por sus actos.

Esta representación del sujeto victimario-cómplice acentúa la centralidad que tiene en la película la responsabilidad del sistema represivo y, principalmente, los estragos que este ha generado. No se reconoce una postura autoral respecto al victimario-cómplice en tanto sujeto responsable, más allá de su actuación como parte de un aparato alienante. Sobre esto se puede señalar un último aspecto, vinculado con el discurso sobre los crímenes de la dictadura elaborado en el film: resulta al menos problemático que se insinúe que el daño provocado podría ser reparado con gestos simbólicos como el arrepentimiento y las penitencias. Esta cuestión se observa hacia el final del documental, en la escena que muestra el encuentro entre «El Mocito» y la familia de un detenido desaparecido. En esta forma religiosa-confesional de comprender la asunción de responsabilidad está contenido el discurso de la reconciliación basada en el perdón, cuando se plantea una «solución» con la que «El Mocito» salva su alma y, a la vez, se repara en parte el crimen cometido. Una solución que puede parecer útil, pero que es moralmente inaceptable.

7. Reflexiones finales

El cine documental constituye una práctica discursiva con el potencial de modelar nociones del mundo, sentimientos y posiciones morales en los/as espectadores/as (Aprea, 2015). De aquí la relevancia que tiene reflexionar en torno a los modos bajo los cuales se representan la violencia y los sujetos que la ejecutaron y/o participaron de ella, pues estas representaciones influyen sobre la construcción política y cultural del presente, y sobre los sentidos que se elaboran respecto al pasado.

En la película «El Mocito» (Said y De Certeau, 2011), un protagonista pobre, marginado, abandonado e ignorante, deambula atormentado por su propia conciencia. A lo largo del film, se insinúa constantemente su vínculo con los crímenes de la dictadura y sus posibles acciones, aunque estas no se explicitan más que a partir del tormento que le producen en el presente. Se sabe que el protagonista «hizo algo malo», que estuvo en el «lugar equivocado» y que hoy, como un penitente, transita por el camino de búsqueda de redención.

La forma visual que caracteriza a la narración dentro de la obra establece una tensión constante entre la palabra ausente y la imagen, que contribuye a mantener en la oscuridad buena parte de la historia del personaje, de sus actos y de todo aquello que podría «contar» o decir respecto de su pasado. El discurso de la película elude la discusión acerca de la responsabilidad de «el Mocito», representando al sujeto victimario-cómplice como una persona víctima de sus circunstancias. El retrato naturalista de Vergara (Lazzara, 2016) se enfoca en representar una especie de «responsabilidad exclusiva» del régimen respecto de los crímenes, a través de una retórica audiovisual que, al apelar a sentimientos y sensaciones, despoja al protagonista de su sustancia, de su posible ideología y de su agencia.

Quizá una de las mayores complejidades que reviste observar estos casos desde esa posición sea la de reducir la comprensión o explicación de la violencia masiva a las condiciones de vulnerabilidad de los sujetos involucrados. O bien, como señala Lazzara, este tipo de interpretaciones podría «volver a la sociedad susceptible de producir víctimas retroactivamente, perdiendo de vista quiénes fueron las ‘verdaderas’ víctimas del régimen» (Lazzara, 2016:75). Esta interpretación se acercaría a discursos del tipo «todos fuimos responsables» o «todos fuimos víctimas»; aseveraciones que rehúyen la obligación de buscar verdad, justicia y reparación individualizando a los criminales, cómplices y colaboradores.

La propuesta de la película, al situar como eje de la representación del victimario la complejidad de su historia personal, elude profundizar en aspectos tanto o más complejos, relacionados con sus actos y omisiones. Vista así, la representación de Vergara elaborada en el film es reduccionista, sobre todo si se la compara con otros materiales e investigaciones que han abordado su figura y su biografía. Se podría sostener que el propio Vergara ha reafirmado su condición de cómplice a partir de su conducta actual, en la medida en que «su verdad» tiene límites bastante claros, y solo emerge cuando le es útil para evitar una condena judicial. Es decir, cuando ha roto la omèrta, ha sido para salvarse a sí mismo y, por la misma razón, ha callado cuando se le ha preguntado por crímenes cometidos después de la fecha en que cumplió la mayoría de edad.

Cabría preguntarse por la posición de los/as realizadores/as para comprender la relación que establecen con esta figura específica del victimario-cómplice civil, sin poder y sin redes; en contraposición a la que podrían sostener con respecto al propio Morales —quien también aparece en la película— un victimario militar de clase alta, ligado al poder, jefe de brigada y persona de confianza de Contreras. Esta es una línea que Lazzara (2016) desarrolla sugerentemente en su trabajo y que sería valioso considerar en análisis futuros. Finalmente, este trabajo se plantea como una propuesta interpretativa y reflexiva con relación a esta película, desde una perspectiva actual y enmarcada en el pequeño avance que este subcampo de estudios ha alcanzado en Chile, en la espera que estos debates alcancen cada vez mayor notoriedad y contribuyan con la reflexión pública acerca del pasado reciente.

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1 Becaria PFCHA, Doctorado Nacional, ANID, Chile. Beca folio: 21191500.

2 Su existencia fue confirmada en el 2007, comprobándose que el recinto operó como cuartel general de las Brigadas Lautaro y Delfín de la DINA.

3 La DINA fue una organización clandestina que actuó como policía secreta durante los primeros años de la dictadura de Pinochet. Fue disuelta en 1977 y reemplazada por la CNI.

4 Causa judicial que investiga el secuestro y desaparición de la dirección clandestina del Partido Comunista (PC), ocurridos entre mayo y diciembre de 1976; operación ejecutada por las Brigadas Lautaro y Delfín.

5 Lejos de pretender ofrecer una revisión exhaustiva de estos antecedentes, menciono los importantes trabajos de Arendt sobre Eichmann (1963/2000); y el de Hilberg (1993), quien elabora un estudio sobre la burocracia del nazismo. La investigación histórica desarrollada por Browning (2011) que contribuye a deconstruir la imagen del perpetrador como una bestia unidimensional, así como la obra de Levi (1963/2006), basada en su propia experiencia como prisionero en Auschwitz. Al respecto, ver también: Zylberman (2020c); Salvi y Feld (2020); Salvi (2016); Ferrer y Sánchez-Biosca (2019).

6 Destaca la creación de «The Perpetrator Studies Network», fundada en la Universidad de Utrecht, de la que participan más de 200 investigadores/as de alrededor de 30 países. Al alero de esta red se publica la Journal of Perpetrator Research (Disponible en: https://perpetratorstudies.sites.uu.nl/ Última consulta: 10/01/2021). En este mismo ámbito se encuentra la REPERCRI (Representaciones Contemporáneas de Perpetradores de Crímenes de Masas) de la Universidad de Valencia, que promueve el estudio interdisciplinario de la figura del perpetrador y del fenómeno de la violencia de masas (Disponible en: http://www.repercri.com/ Última consulta: 10/01/2021).

7 Destaca la controversia suscitada por la muestra museográfica de 2018, llamada «Hijos de la Libertad» del Museo Histórico Nacional. La representación heroica y libertaria de Pinochet, incluida en la muestra, reactivó debates en distintos ámbitos y estimuló la celebración de eventos académicos relativos al perpetrador y sus representaciones. A partir de ella, se organizó un ciclo de foros en el Museo de la Memoria, que dio pie a la publicación del dossier coordinado por Jara, Aguilera y López (2020).

8 Exmilitante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), se convirtió en colaboradora y, posteriormente, en agente de la DINA, la CNI y los aparatos de inteligencia operativos durante los primeros años de postdictadura.

9 Andrés Valenzuela («El Papudo»), exsuboficial de la Fuerza Aérea de Chile, fue parte del Comando Conjunto, unidad dedicada al exterminio de militantes del Partido Comunista durante los primeros años de la dictadura. En 1984, «El Papudo» buscó a la periodista Mónica González a quien, durante una entrevista, le confesó haber torturado, revelándole además detalles de prácticas habituales del régimen, tales como el lanzamiento de cuerpos al mar y el asesinato y desaparición de opositores/as. La dictadura impidió que la entrevista saliera a la luz en Chile; a pesar de esto, en diciembre de ese mismo año fue publicada por El Diario de Caracas. Este material ha sido re publicado por CIPER (2019) (Disponible en: https://www.ciperchile.cl/2011/09/30/andres-valenzuela-confesiones-de-un-agente-de-seguridad/ Última consulta: 10/01/2021).

10 Vergara fue detenido en el 2007, luego que el exDINA Jorge Díaz Radulovic lo señalara como el autor del asesinato de Víctor Díaz en declaración a la policía. A raíz de esto estuvo 3 meses detenido, en el marco de las diligencias por los Casos Calle Conferencia 1 y 2. Después de sus declaraciones, el juez Montiglio lo liberó, dado que no se determinó su responsabilidad en los crímenes y porque, además, para la fecha del hecho todavía era menor de edad. Sobre los sucesos ocurridos después de su cumpleaños número 18, Vergara ha señalado no tener recuerdos claros.

11 Coronel de Ejército, director de la DINA, fue procesado por la justicia en varias oportunidades. Sus condenas llegaron a sumar más de 500 años de cárcel. Una parte de ellas la cumplió en una cárcel de lujo (Penal Cordillera), desde la cual fue trasladado al Hospital Militar en 2015, lugar en el que falleció ese mismo año.

12 El excoronel Juan Morales Salgado fue el jefe de la Brigada Lautaro entre 1974 y 1977, y hombre de confianza de Manuel Contreras. En el año 2009 fue condenado por los homicidios calificados de Carlos Prats y Sofía C­uthbert; y los delitos de asociación ilícita y secuestro calificado.

13 Palabra de uso coloquial que en Chile significa niño/a o persona muy joven y/o inexperta en alguna materia.

14 Quienes aparecen en escena son los hijos de Daniel Palma Robledo, desaparecido desde su detención el 4 de agosto de 1976. Las declaraciones de Vergara permitieron confirmar que su muerte ocurrió en el centro de exterminio de calle Bolívar.

15 Al respecto, debe considerarse la distinción que propone Waugh (apud Zylberman, 2020a), quien distingue «la actuación representacional» para referirse al «actuar naturalmente (…) cuando los sujetos interpretan ‘sin mirar a la cámara’, cuando ellos ‘representan’ sus vidas o roles, la imagen luce «natural» como si la cámara fuera invisible o como si el sujeto no advirtiera que está siendo filmado» (ibidem: 270). En cambio, la performance «presentacional» sería «la conciencia de la cámara en lugar de su ignorancia, de presentarse a uno mismo explícitamente para la cámara» (Waugh, apud Zylberman, 2020a: 177).

16 Investigaciones recientes señalan que, solo considerando la estructura de la DINA, entre mil y dos mil civiles se desempeñaron como agentes y/o colaboradores del organismo (Muñoz, 2015; Seguel, 2020).