La digitalización de la vida contemporánea:
el saber, el poder y la subjetivación
como vías de acceso a la experiencia digital

The Digitalization of Contemporary Life: Knowledge,
Power and Subjectivation as ways of access to the Digital Experience

Marco Maureira-Velásquez1*

Universidad de Barcelona (UB)

Diego González-García

Universidad de la República (UdelaR)

Palabras clave

Experiencia
Digitalización
Gubernamentalidad
algorítmica
Subjetivación

Resumen: En este trabajo se sostiene que una de las características fundamentales que define nuestra época contemporánea es la denominada digitalización de la vida. Para explicar en qué consiste este proceso, utilizaremos un dispositivo conceptual de gran importancia en el último periodo de producción intelectual de Foucault; a saber, el concepto de experiencia. En este sentido, sostendremos que la experiencia digital a la que nos enfrentamos hoy en día —por ejemplo, en el advenimiento de la biometría— implica la ejecución simultánea y entrelazada de una matriz para la formación de los saberes (de tipo cibernético-digital), de una matriz para normativizar el comportamiento (ejecutada como gubernamentalidad algorítmica) y de una matriz para la puesta en juego de los procesos de subjetivación, en que el sujeto contemporáneo es paradójicamente interpelado a ser más y menos que un individuo. Además, incorporando la noción de modo de existencia del objeto técnico desarrollada por Gilbert Simondon, concluiremos que la tecnología se puede convertir en una cuarta vía de acceso a la experiencia digital que caracteriza el devenir de nuestro tiempo.

Keywords

Experience
Digitization
Algorithmic
governmentality
Subjectivation

Abstract: This work argues that one of the fundamental characteristics that define our contemporary age is the digitization of life. To explain this digitization process, we will use a conceptual device of great importance in the last period of Foucault’s intellectual production: experience. We will argue that the digital experience to which we are confronted nowadays —for example, in the advent of biometrics— is defined by the interaction of three simultaneous dimensions: a knowledge formation matrix (cybernetic-digital), a behavior standardization matrix (executed as algorithmic governmentality) and a matrix for subjectivation processes, in which the contemporary subject is paradoxically questioned for being more and less than an individual. Furthermore, we incorporate the notion of mode of existence of the technical object developed by Gilbert Simondon, to conclude that technology can become a fourth way of access to the digital experience that characterizes the evolution of our societies.

* Correspondencia a / Correspondence to: Marco Maureira-Velásquez. Vicerrectorado de Investigación, Universidad de Barcelona. Edificio Histórico, Patio de Ciencias, Gran Vía de les Corts Catalanes 585 (08007 Barcelona) – mmaureira@ub.edu – http://orcid.org/0000-0002-0238-6774.

Cómo citar / How to cite: Maureira-Velásquez, Marco; González-García, Diego (2023). «La digitalización de la vida contemporánea: el saber, el poder y la subjetivación como vías de acceso a la experiencia digital». Papeles del CEIC, vol. 2023/1, papel 279, 1-20. (http://doi.org/10.1387/pceic.23092).

Fecha de recepción: septiembre, 2021 / Fecha aceptación: agosto, 2022.

ISSN 1695-6494 / © 2023 UPV/EHU

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1. Introducción

Vivimos en una época en que la vida desempeña un rol protagónico. No se trata solo de la importancia actual de la biopolítica, la bioeconomía o la biotecnología. La dimensión biótica atraviesa, incluso, campos heterogéneos vinculados con el desarrollo biosustentable, la bioseguridad, el biohacking o el bioterrorismo. En este contexto, las prácticas biométricas se constituyen en un aspecto de gran relevancia para el funcionamiento de nuestras sociedades contemporáneas (Ajana, 2012; Amoore y Piotukh, 2016a; Van der Ploeg, 2008). Si bien la medición tecnológica de dimensiones vitales no es un asunto que emerja exclusivamente en el siglo xxi (Pugliese, 2013), no es menos cierto que la clasificación y vigilancia de los cuerpos ejecutada a partir de la craneometría, la osteometría o las huellas dactilares en tinta se abren paso a una creciente e imparable digitalización de la vida. En tanto que las técnicas biométricas se dedican a «capturar digitalmente datos» sobre el cuerpo humano y la conducta de los ciudadanos, resulta prioritario responder a la siguiente pregunta: ¿de qué hablamos cuando hablamos de digitalización?

Desde nuestra perspectiva, y apoyándonos en la teorización de Foucault, sostendremos que no se puede abordar adecuadamente esta pregunta si no se tiene simultáneamente en cuenta el interrogante por el saber, el poder y la subjetivación. Como sostiene Pugliese (2013), los sistemas biométricos distan de ser tecnologías objetivas, neutras e imparciales. Muy por el contrario, la infraestructura biométrica se encuentra permeada por relaciones de saber-poder que produce nuevos regímenes de verdad para la constitución de sujetos digitales. En este sentido, el presente artículo se propone analizar la digitalización de la vida que opera, por ejemplo, en el advenimiento actual de la biometría, a partir de lo que aquí denominaremos como experiencia digital. El concepto de «experiencia», de hecho, nos permite aprehender en un mismo movimiento la pregunta por el saber, el poder y la construcción de nuevas formas de subjetividad.

Como sostiene Morey, podemos encontrar en el pensamiento de Foucault «la presencia continuada de la pregunta por la constitución política de la experiencia» (1999: 21) y, además, es el propio Foucault quien teje explícitamente la malla conceptual de la experiencia a partir de los hilos del saber, el poder y la subjetivación: «entendemos por experiencia la correlación, dentro de una cultura, entre campos del saber, tipos de normatividad y formas de subjetividad» (Foucault, 2003: 8, la cursiva es del autor). Por tanto, no se trata solo de que Foucault haya problematizado diacrónicamente diversos focos de experiencia (como la locura, el encierro o la sexualidad), sino que cada una de estas experiencias (de forma sincrónica e inmanente), se encuentra constituida por tres ejes como vías de acceso a dicha experiencia: saber, poder y subjetivación.

Inspirándonos en este modo de problematización, lo que aquí realizaremos será un análisis del foco de experiencia digital (protagónico en el despliegue de nuestra contemporaneidad), a partir del ensamblaje de un saber cibernético-informático, el ejercicio del poder en términos de gubernamentalidad algorítmica y la constitución de nuevos modos de subjetividad digital. Pero, ¿por qué sostenemos que la «experiencia digital» es una dimensión fundamental de nuestro día a día? Desde la puesta en marcha de Internet, pasando por la creación del World Wide Web y el desarrollo actual del Internet de las Cosas, asistimos a una multiplicación de aparatos digitales que se esparcen por una diversidad de escenarios sociales que van de lo doméstico a lo laboral, pasando por el campo educativo, político, empresarial y alcanzando hasta la intimidad del ámbito sexual. Asimismo, estos dispositivos tienen la capacidad de conectarse a la red y entre ellos mismos, para producir y procesar una masiva cantidad de datos. Según estimaciones de la Unión Internacional de Telecomunicaciones (2019), se espera que para el año 2025 esta red cuente con unos 50.000 millones de dispositivos co­nectados.

Surge, así, una especie de mega-máquina sensitiva que se disemina en una variedad de objetos digitales que escanean, a modo de rastros, las prácticas, las relaciones, los movimientos, las conexiones y las transacciones que ejecutamos en nuestro día a día. Algunas líneas de pensamiento más cercanas al tecno-optimismo —entre las que podemos encontrar las elaboraciones conceptuales de Kevin Kelly— sostienen que este proceso de digitalización dará lugar a la conformación de un superorganismo (bautizado como Holos) en que se ensamblarán las máquinas, los seres humanos y la naturaleza: «en holos incluyo la inteligencia colectiva, combinada con el comportamiento colectivo de todas las máquinas, más la inteligencia de la naturaleza (…) Todo el mundo estará en él. O, simplemente, todo el mundo será él» (­Kelly, 2017: 284-285).

Por otra parte, visiones críticas como las de Haggerty y Ericson (2000) entienden que el despliegue de las tecnologías digitales puede comprenderse como la ejecución de un agenciamiento de vigilancia (surveillant assemblage), donde el cuerpo humano es captado por un conjunto de tecnologías de monitoreo que lo abstraen de su territorialidad para luego reensamblarlo en una pura virtualidad denominada doble informático. Esta producción constante de dobles depende justamente de la proliferación de estos objetos, que funcionan como superficies de contacto o interfaces entre formas de vida y redes de información, formando un cuerpo híbrido compuesto de dimensiones orgánicas e inorgánicas. Esta forma de vigilancia contemporánea también fue conceptualizada por Fernanda Bruno (2013) como vigilancia distribuida, donde la vigilancia, en vez de configurarse como el panóptico foucaultiano de forma centralizada, se esparce en una diversidad de dispositivos descentralizados y no jerarquizados con una variedad de propósitos y funciones. En esta línea, la «digitalización expansiva de las existencias» (Sadin, 2018: 34) nos estaría conduciendo a una duplicación del mundo, donde ningún tipo de evento queda exento de dejar rastros y de ser convertido en dato que luego es operado mediante algoritmos. Y esta dinámica, con la emergencia del «internet de las cosas» y la quinta generación de tecnologías móviles (5G), se ve aumentada y potenciada de un modo nunca antes visto. En tanto que estas nuevas tecnologías son capaces de producir datos con independencia del uso y/o supervisión de los seres humanos, el tráfico y producción de datos se ve drásticamente incrementado. Como sugiere Lupton (2016), estas tecnologías desdibujan el rol del usuario humano como centro de operaciones, situándolo como un nodo más en esta red productora de datos.

Por otro lado, enfoques de tipo económico sugieren que el desarrollo de las tecnologías de la información ha convertido a los datos digitales en el motor de los procesos de producción de plusvalías del capitalismo contemporáneo. De esta forma, los datos se convierten en la nueva materia prima, la cual se puede extraer mediante la minería de datos2. Según Nick Srnicek, lo que explica tal transformación es que «con una prolongada caída de la rentabilidad de la manufactura, el capitalismo se volcó hacia los datos como un modo de mantener el crecimiento económico y la vitalidad de cara al inerte sector de la producción» (2018: 13). Siguiendo esta línea, el autor ubica a las plataformas digitales como el nuevo modelo de negocios, que implica el desarrollo de grandes infraestructuras para «detectar, grabar y analizar datos», donde las actividades diarias de los usuarios se convierten en los yacimientos naturales de esta nueva materia prima. De esta manera, las grandes corporaciones (Google, Amazon, Facebook, Apple, Microsoft), se abren paso en la silenciosa conquista de la vida humana, en la medida que estas plataformas nos acompañan en el desarrollo de prácticamente todas las dimensiones de nuestro acontecer cotidiano. Por tanto, estas empresas no se interesan tanto en conseguir clientes, sino en captar usuarios (Sandrone y Rodríguez, 2020), dando lugar a la emergencia de una verdadera economía de la atención que acumula y produce valor captando flujos atencionales alimentados por los usuarios en su interacción diaria con las aplicaciones y plataformas. Como sostiene Celis Bueno (2017: 44), «la atención humana deviene fuente de información que es capturada y transformada en fuerza productiva». En estos términos, cada vez que consultamos una red social, nos convertimos en trabajadores no remunerados, ya que durante el tiempo que estamos conectados a la plataforma esta produce ganancia por medio de la comercialización de los datos obtenidos de nuestras acciones. En efecto, las plataformas compiten por captar la mayor cantidad de atención de los usuarios como fuente de información y como estrategia de ganancias.

Teniendo en cuenta todo lo anterior, no resulta descabellado sentenciar que nuestra contemporaneidad se define por ejecutar un continuo proceso de digitalización de la vida cotidiana que fomenta el ejercicio protagónico de una «experiencia digital» que atraviesa a los actores humanos, no-humanos y a todo el campo planetario. Por tanto, para aprehender este proceso de digitalización comenzaremos por explicar de qué hablamos cuando hablamos de «experiencia» mediante una breve relectura de la obra de Foucault. Posteriormente, problematizaremos esta digitalización de la vida desde los focos del saber, el poder y la subjetivación, poniendo especial atención a los matices que esta adquiere en el campo de la b­iometría.

2. Sobre la Experiencia: un breve acercamiento a la obra de Foucault

Si hay un concepto transversal en la rica y diversa obra de Foucault, este sería el concepto de experiencia. Sin embargo, a pesar de su incuestionable importancia, este asunto ha sido escasamente abordado por los comentaristas foucaultianos como objeto principal de sus trabajos3. Quien ha visualizado brevemente este aspecto ha sido Miguel Morey, el cual sugiere que la noción de experiencia no solo tiene un «carácter troncal y vertebrador», sino que, leída en esta clave, la obra de Foucault se convierte en una contribución relevante para una «teoría política de la experiencia» (1999: 21). No obstante, si bien se puede constatar que la noción de experiencia es algo recurrente, no significa que esta se haya mantenido inmutable. En este sentido, Edgardo Castro (2011) sostiene que se pueden distinguir al menos tres modos de entender el concepto a lo largo de la obra de Foucault. En un primer momento, la experiencia remitirá a una cuestión fenomenológica, buscando dar cuenta de los aspectos originarios del sujeto; es decir, las llamadas «experiencias fundamentales». Luego, con el acercamiento a la literatura y la filosofía de autores como Nietzsche, Blanchot y Bataille, la idea gravitará en torno a los factores que arrastran al sujeto a su disolución; es decir, a una transformación radical de la cual ya no podrá volver siendo el mismo. En esta dimensión, por ende, Foucault se interesa por las «experiencias límite del otro», que se encuentran cercanas a lo des-subjetivante. Y, por último, podemos encontrar una elaboración que integra sus tres ejes de análisis (saber, poder, subjetividad), asimilando la experiencia al pensamiento como una «historia de las subjetivaciones» (Castro, 2011: 152). Sobre esta última acepción tardía de experiencia nos detendremos, puntualmente la desarrollada en el curso del College de France titulado «El gobierno de sí y de los otros».

En este curso, dictado el año 1982, Foucault comienza haciendo un reordenamiento de toda su deriva intelectual. Su objetivo es simple: esclarecer su particular modo de hacer historia diferenciándose especialmente de dos corrientes. En primer lugar, se aparta de la «historia de las mentalidades» encargada del análisis de los comportamientos y de las expresiones que emanan de dichos comportamientos. En segundo lugar, se distancia de la «historia de las representaciones», en lo que tiene que ver con sus dos objetivos; a saber, lo referente al análisis de las ideologías y al análisis de los valores. De este modo, Foucault define su proyecto intelectual como una «historia del pensamiento».

«Y al hablar de pensamiento hacía alusión a un análisis de lo que podríamos llamar focos de experiencia, donde se articulan unos con otros: primero las formas de saber posible; segundo, las matrices normativas de comportamiento para los individuos, y por último, modos de existencia virtuales para sujetos posibles». (Foucault, 2011: 19, la cursiva es del autor)

Ahora bien, para servirnos adecuadamente de la noción de experiencia y que esta sea capaz de sostener nuestras especulaciones teóricas, debemos hacer, al menos, dos aclaraciones. En primer lugar, por si aún queda alguna duda en los planteamientos del propio Foucault, es necesario ahuyentar cualquier connotación antropocéntrica que pueda alojarse en torno a la idea de experiencia. Si bien el concepto de experiencia parte desde un acercamiento fenomenológico, esta perspectiva queda completamente descartada, ya que para Foucault no hay un sujeto dado, trascendental o ya constituido previamente, sino que este es producto de un proceso histórico que emerge de una red heterogénea de saber/poder. Y, en segundo lugar, la experiencia no podría ser tomada como un término con mayúsculas, ya que no existe una gran experiencia que caracteriza de modo sustancial y definitorio a todo un momento histórico, sino que existen focos de experiencia como la sexualidad, la criminalidad o la enfermedad, los cuales adquieren protagonismo o emergen según las fluctuaciones históricas de cada cultura. De esta manera, Foucault entiende a las formas de saber, los tipos de normatividad y los modos de ser del sujeto como las «vías de acceso» para estudiar los focos de experiencia.

3. La digitalización de la vida y sus tres vías de acceso

Siguiendo el esquema foucaultiano anteriormente reseñado, en esta sección analizaremos la digitalización de la vida y las externalidades que emergen con las tecnologías de identificación biométrica como un foco de experiencia contemporáneo. De este modo, definiremos tres vías de acceso a la experiencia digital, asignándole el siguiente ordenamiento: a) una formación de saber dada por un tipo de producción digital de tipo cibernético; b) un tipo de matriz normativa ejecutada por una gubernamentalidad algorítmica; y, c) una puesta en juego de procesos de subjetivación en donde el sujeto es llevado, a la vez, a producirse siendo más y menos que un individuo.

3.1. La experiencia digital desde la vía de acceso del «saber»

Como expusimos previamente, la identificación de una matriz para la conformación de los saberes resulta fundamental en la propuesta de los focos de experiencia de Foucault. Aquí, por tanto, tendremos que problematizar la «digitalización» como experiencia; es decir, tomar la ejecución digital como una operación a partir de la cual se constituyen una serie de saberes más o menos heterogéneos que definen unas determinadas formas de veridicción. En efecto, el desarrollo actual de las ciencias naturales y sociales no puede abstraerse del ejercicio continuo de una multiplicidad de aparatos digitales que resultan protagónicos en la aprehensión de lo que definimos como verdadero. Ya sea que intentemos desentrañar los misterios del universo (estudiando planetas, galaxias y agujeros negros) o que decidamos adentrarnos en el conocimiento de nuestro propio cuerpo (analizando el funcionamiento de nuestros órganos, tejidos y material genético), estamos obligados a utilizar aparatos técnicos que nos permitan no solo cartografiar dinámicas de funcionamiento que escapan a nuestras posibilidades biológicas de percepción sensorial (es decir, que mediante estos aparatos obtenemos datos digitales sobre dichos procesos), sino también analizar estos datos y modelar (en base a ellos) sus posibilidades futuras de comportamiento.

Este asunto resulta particularmente relevante en el campo de la biometría. Como sostiene Pugliese (2013) las tecnologías biométricas producen datos digitales sobre el cuerpo mediante una infraestructura técnica que no solo carece de objetividad y se encuentra preñada de afirmaciones ideológicas, sino que dicha práctica biométrica genera regímenes de veridicción en que la verdad del sujeto radica en estos datos. En una línea similar, Amoore (2020) plantea que los algoritmos con que operan las tecnologías biométricas están implicados en nuevos regímenes de veridicción; es decir, nuevas formas de identificar un error o de decir la verdad sobre el mundo, lo cual moviliza nuevos valores y nuevos arreglos ético-políticos. Por ende, la traducción de ciertas dimensiones de nuestra existencia física en código digital e información, y los nuevos usos de los cuerpos que esto posibilita, no implica solo un cambio superficial en términos de representación, sino que se trata de una transformación profunda en términos de ontología (Van der Ploeg, 2008).

Dicho en otros términos: independientemente del área de conocimiento en que nos encontremos (ya sea esta la física, la química, la biología o, incluso, la sociología o la psicología), una forma de veridicción transversal que ponen en juego estas disciplinas guarda relación con la obtención y gestión de datos digitales que se constituyen en la «vía de acceso privilegiada» a los efectos de verdad que sus variados objetos de estudio ponen en juego. Ahora bien, para aprehender esta transversalidad digital que late de modo protagónico en esta multiplicidad de campos del saber, debemos partir por problematizar el concepto mismo de «digitalización» y, a partir de aquí, comprender por qué este se constituye en un elemento matricial para la conformación de los saberes contemporáneos.

Comencemos por lo más básico. En las ciencias de la computación se suele repetir que el mundo real es analógico mientras que el mundo computacional sería de tipo digital. Pero, ¿a qué apunta esta distinción? La respuesta es sencilla: el mundo real sería analógico porque implica la operación de variaciones continuas en que las señales (por ejemplo, eléctricas) adquieren infinitos valores de amplitud e infinitos valores de tiempo. Por el contrario, la digitalización propia del mundo computacional implica la transmisión de señales mediante un número finito de amplitudes (por ejemplo, en un sistema binario operamos tan solo con dos valores de amplitud: 0 y 1) y el tiempo, por su lado, no es infinito, sino que debe ser ejecutado de modo discreto. Por tanto, nos encontramos frente a la emergencia de dos modos de aprehender, conceptualizar y construir un mundo: uno «analógico» en que la operación protagónica es la variación continua y otro «digital» que implica indefectiblemente cuantificar en amplitud y discretizar en el tiempo.

Ahora bien, esta distinción no surge únicamente en nuestro momento histórico actual (que algunos denominan como Era Digital), sino que se trata de un modo de aprehender el mundo (inmanentista y continuo v/s trascendentalista y discreto) que podemos rastrear en toda la historia de la filosofía4. La diferencia, por tanto, guarda relación con los modos concretos de poner en juego esta digitalización y, consecuentemente, en el lugar desde el cual esta es ejecutada. Por decirlo claramente: no es lo mismo discretizar un flujo continuo mediante el pensamiento lingüístico en el campo de la filosofía (por ejemplo, al ejecutar platónicamente una distinción entre mundo sensible y mundo inteligible), que hacerlo mediante un lenguaje matemático (pensemos, por ejemplo, en el «cálculo») que, además, ya no solo se ejecuta desde la materialidad de un cuerpo humano, sino que se comienza a autonomizar y ejecutar desde un soporte material externo (siendo el caso más emblemático las primeras máquinas de cálculo). Estas primeras máquinas diseñadas para calcular (como las creadas por Pascal y L­eibniz en la época moderna), adquieren un cierto grado de autonomía en la medida que pueden ejecutar operaciones matemáticas a partir de sus propios mecanismos internos. Sin embargo, su puesta en marcha sigue requiriendo la manipulación directa de un ser humano, razón por la cual la operación de cálculo no logra autonomizarse y despegarse de la materialidad biológica que la ha impulsado. Pero, cuando la esencia de todo proceso de cálculo (que implica la existencia de datos e instrucciones; es decir, un conjunto de reglas estrictamente respetadas con las cuales se opera sobre dichos datos numéricos), logra ejecutarse en y desde una máquina externa (es decir, que se puede sostener en su propia materialidad objetual de forma independiente), este nuevo dispositivo no solo podrá prescindir del ser humano en su manipulación inmediata, sino que se redoblará a sí mismo haciendo que su ejercicio de cálculo transmute en cómputo. De este modo, asistimos a la emergencia del computador digital, que opera mediante unas reglas lógicas que se suelen conocer con el nombre de algoritmos; a saber, «una secuencia finita de reglas para ejecutar ciertas operaciones con vistas al logro de una meta predefinida» (Quintanilla Navarro, 2004: 28). O bien, por decirlo junto a Pablo Rodríguez:

«Los algoritmos, que siempre existieron en matemáticas, encuentran una definición más precisa y a la vez se manifiestan en una máquina. Que sea una «máquina» remite a que el algoritmo, dentro de la formalización, debe poder ser abstraído de quien lo realiza, y por lo tanto lo característico es que lo haga alguien distinto del ser humano». (2019: 72, la cursiva es nuestra)

Notemos, por ende, que el procedimiento algorítmico (en tanto que digitalización que discretiza lo continuo) no se constituye en un invento contemporáneo. Como plantea Stiegler (2002), todo proceso de escritura puede ser aprehendido como un ejercicio de discretización que interrumpe el flujo continuo de la vida. En lo específicamente concerniente a la biometría, Pugliese (2013) sostiene una opinión similar al sentenciar que las prácticas biomé­tricas emergen con anterioridad a las tecnologías digitales contemporáneas. Para él, lo biométrico (es decir, la medición del bios con una finalidad de gestión política), se puede rastrear en una serie de tecnologías del siglo xix que buscaban identificar, clasificar, evaluar y regular el cuerpo de los sujetos (por ejemplo, mediante la fisonomía, la frenología o la antropometría). Siguiendo esta línea, podemos sostener que el programa empirista de Hume o la mayéutica de Sócrates (en tanto que procedimiento con reglas y pasos preestablecidos que permiten encontrar definiciones), pueden ser aprehendidas como funciones algorítmicas puestas en juego en el campo de la filosofía. En efecto, «siempre que afrontamos una parcela de la realidad como ‘un problema’, y tenemos una idea predefinida del estado de la realidad que vamos a considerar como ‘la solución’, estamos poniendo en juego lo que podemos denominar como función algorítmica de nuestra razón» (Quinta­nilla, 2004: 29).

Sin embargo, cuando esta función algorítmica se ejecuta de modo protagónico por fuera del cuerpo humano a partir de una serie de dispositivos electrónicos que digitalizan señales analógicas, emerge un nuevo modo de gobierno que podemos llamar cibernético-algorítmico. En efecto, la etimología griega de la palabra «cibernética» guarda relación con la emergencia de un nuevo arte de gobernar que se ejecuta como una teoría general de la información que resulta transversal al ejercicio de las diferentes ciencias5. No es casual, en este sentido, que Martín Heidegger (2006) insistiese tanto en denunciar a la nueva ciencia fundamental (es decir, a la cibernética) debido a que esta implica un imparable desencadenamiento de la racionalización que conduce al triunfo de un mundo científico-técnico; o sea, al triunfo de una civilización mundial que olvida al ser y su verdad esencial, sobre la cual se despliega cualquier tentativa de racionalización científica. Como vimos previamente, con el advenimiento de la digitalización (en general) y de la biometría (en particular), la verdad ya no radica en un ser de tipo lingüístico (como el Dasein heideggeriano), sino que en los regímenes de veridicción que ponen en juego las plataformas digitales.

Siguiendo este razonamiento (desde nuestra inspiración foucaultiana), lo que tenemos frente a nuestros ojos es la emergencia de una matriz cibernético-digital para la conformación de los saberes6 cuyo «régimen de veridicción» ya no radica en el ser humano (ni siquiera, en la propia naturaleza), sino que la verdad se constituye en un asunto que emerge de la articulación de humanos, no-humanos e infraestructura tecnológica mediante el ejercicio protagónico de los dispositivos que generan y gestionan datos digitales: sobre nuestro cuerpo, sobre nuestras sociedades o sobre nuestro Universo. Como sostiene enfáticamente el filósofo austriaco Armen Avanessian, en nuestra sociedad actual «la verdad no existe simplemente en el presente. Ni tampoco es meramente relativa, como han proclamado los relativistas de todas las épocas. En realidad, la verdad emerge con el tiempo y siempre debe construirse primero» (2021: 105)7. Y, en este proceso de construcción, el rol protagónico corre por cuenta de una infraestructura tecnológica que produce y gestiona datos digitales conformando lo que algunos autores denominan como «gubernamentalidad algorítmica», la cual se constituye en la nueva matriz para el ejercicio del poder en sociedades cuyas prácticas de saber (y sus respectivas formas de veridicción) se ponen en juego en y desde el ejercicio protagónico de las experiencias digitales.

3.2. La experiencia digital desde la vía de acceso del «poder»

El concepto de gubernamentalidad, desarrollado por Foucault a fines de los años setenta, hace referencia a los «procedimientos, análisis y reflexiones, los cálculos y tácticas» que permiten ejercer el poder entendido como gobierno (2006: 136). Justamente, la gubernamentalidad es planteada como una analítica del poder, en tanto que conforma una racionalidad, una cierta mentalidad o arte de gobierno que se pone en juego en el proceso de conducción de las conductas. No obstante, si bien Foucault habla específicamente de «matrices normativas para el comportamiento de los individuos» cuando se refiere al concepto de experiencia (2011: 19), podemos aprehender esta noción de conducción en un sentido amplio; es decir, que no solo se ejerce sobre individuos, sino también sobre entidades no-humanas (como datos, animales u objetos técnicos).

Desde esta perspectiva analítica, por tanto, resulta fundamental preguntarse: ¿cómo estamos siendo gobernados en el presente? O bien, dicho de modo más detallado: ¿de qué forma somos conducidos y cómo se producen las conductas en un contexto donde la vida constantemente es algorítmizada y parametrizada por procesos técnicos de digitalización? El colectivo Tiqqun8 (2015), sobre este asunto, sostiene que la tesis cibernética (formulada en los años 50), ha engendrado una nueva tecnología de gobierno en que los comportamientos biológicos, físicos y sociales son concebidos como aspectos «programados y reprogramables». En este sentido, advierten que más que entender a la cibernética como una teoría de la información, esta debe ser entendida como una hipótesis política que compone «un mundo autónomo de dispositivos mezclados con el proyecto capitalista en tanto proyecto político, una gigantesca ‘máquina abstracta’ hecha de máquinas binarias desarrolladas por un Imperio»9 (ibídem: 66, la cursiva es de los autores). Como vimos en el apartado anterior, la raíz etimológica de la palabra cibernética es precisamente kubernetes (timonel, en griego); es decir, la misma raíz con que se construye la palabra gobierno. Sin embargo, para Tiqqun la hipótesis cibernética anuncia el fin de lo político, entendiendo esto como el conjunto de individuos soberanos que toman decisiones de forma más o menos acordada y colectiva. El modo de gobierno cibernético implicaría, para ellos, sustituir el modelo soberanista por una infraestructura socio-técnica donde:

«Gobernar será inventar una coordinación racional de los flujos de informaciones y de decisiones que circulan por el cuerpo social. Tres condiciones aseguran esto: instalar un conjunto de sensores para no perder ninguna información proveniente de los sujetos, tratar las informaciones por correlación y asociación; y situarse en las cercanías de la comunidad viviente». (Tiqqun, 2015: 73, la cursiva es de los autores)10

Una posición cercana a la de Tiqqun es sostenida por el pensador francés Énric Sadin (2018), quien avizora que la disolución del sujeto moderno, como individuo libre y reflexivo, dará paso a un acoplamiento humano-máquina que tendrá como resultado la emergencia de un humano algorítmicamente asistido. «Se trata de la construcción de arquitecturas robotizadas deductivas y sugestivas, de usos colectivos e individuales, a las que se concedió un mandato decisional redefiniendo de facto la parte de poderes soberanos que, hasta entonces corres­pon­día a la conciencia humana» (ibídem: 34, la cursiva es del autor). Ambas visiones, desde nuestro punto de vista, pueden ser catalogadas como tecnofóbicas, en la medida que argumentan que la aspiración cibernética consistiría en la duplicación de lo existente por medio de artificios digitales y, por ende, sería posible dominar la vida humana y suplantarla por entidades potencialmente más inteligentes. Dicho de un modo más claro: es el viejo, y aún latente temor de que las máquinas se volverán en contra de la humanidad, marcando así el fin de la civilización. De este modo, la salida lógica que ambas propuestas elaboran es oponerse al desarrollo de las máquinas y apelar al regreso de un sujeto humanista con conciencia reflexiva.

Sin embargo, no todas las propuestas teóricas se decantan por el camino de la tecnofobia. En Gilbert Simondon (2019), por ejemplo, podemos encontrar una postura reconciliadora respecto al desarrollo de las máquinas y del mundo tecnológico. Para él, de hecho, la cibernética emparenta a los seres técnicos y a los seres vivos, en tanto que plantea una analogía entre sus respectivos funcionamientos. No se trata, así, de la puesta en juego de una mera semejanza (ya que esta última, precisamente, implicaría la subordinación de un término respecto al otro, siendo lo tecnológico un imitador artificial de lo viviente). Por ende, en una «verdadera analogía» —sostiene Simondon—, no existiría el problema del reemplazo de lo humano por la máquina capaz de realizar las mismas operaciones. El problema radicaría, entonces, en el acoplamiento del ser humano y la máquina, los cuales «deben adaptarse mutuamente el uno al otro, usar signos eficaces, de modo que el acoplamiento conduzca a una unidad funcional». En tal sentido, «esta relación de intercambio no supone una reducción de un término a otro; es más vasta que los dos términos» (ibídem: 203-204).

En una línea similar, las investigaciones sobre procesos biométricos destacan que el acoplamiento entre seres humanos y máquinas no implican únicamente un cambio en términos de lo que podemos llegar a conocer sobre nosotros mismos y nuestro medio (es decir, un cambio en términos epistémicos), sino que se trata de una mutación de la realidad en términos ontológicos. Como sostiene Van der Ploeg (2008), en los procesos de digitalización del cuerpo (huella dactilar, lector de iris, material genético, historias clínicas digitales, etcétera), no se pone en juego la información como una mera representación (es decir, como una duplicación abstracta que se corresponde con la materialidad corporal), sino que las tecnologías de información biométrica deben ser entendidas como como una nueva ontología del cuerpo. Las tecnologías biométricas, por ende, no generan únicamente un nuevo y remozado conocimiento sobre el cuerpo, sino que estas se constituyen en modos de establecer lo que el cuerpo es en términos ontogenéticos. De este modo, la noción de ontología del cuerpo permite comprender cómo la corporalidad humana está implicada y entrelazada con los procesos tecnológicos en una dinámica co-evolutiva11, lo cual resulta complementario a lo planteado por Simondon sobre los procesos de individuación.

Siguiendo en el campo de los estudios biométricos, Amoore (2020) plantea que los algoritmos con que se traducen datos biológicos en datos digitales no solo deben ser aprehendidos teniendo en consideración aspectos éticos y políticos, sino que estos deben ser conceptualizados como nuevas tecnologías de percepción. Según la autora, los algoritmos contemporáneos están cambiando el modo en que las personas y las cosas se hacen perceptibles, de tal modo que se produce una transformación en las posibilidades de acción humana. Sin embargo, esta concepción sobre los algoritmos no se sostiene, como la de Tiqqun y Sadin, en la completa sustitución de la percepción y la acción humana por parte de sistemas automatizados. Muy por el contrario, para Amoore (2020) se trata de nuevos «órganos de percepción» con que se amplifica la corporalidad humana y, por ende, se deconstruye la rígida distinción entre la máquina (artificial) y el ser humano (natural). Así, cualquier forma de percepción (ya sea de un cuerpo humano o de un ordenador digital) es aprehendida como un proceso selectivo, reductivo y enmarañado. La perspectiva de Amoore, por ende, al comprender a los algoritmos como «órganos de percepción», nos acerca a resolver el problema planteado por Simondon sobre el acoplamiento humano-máquina. En tanto que los algoritmos son aprehendidos como procesos de extracción, reducción y condensación de ciertas características, cabría plantearse un ejercicio ético-político que tienda más a ejecutar un acoplamiento entre ambas entidades/procesos (es decir, la emergencia de una unidad funcional), y no tanto a la sustitución del humano por la máquina (como plantea la tecnofobia algorítmica).

Ahora bien, más allá de la discusión alrededor de los postulados de la cibernética y su aspiración a constituirse en una tecnología de gobierno (emparejando a todos los seres en una relación de información), resulta interesante rescatar (en propuestas como la de Tiqqun o Sadin), el hecho de poner como eje central del análisis la emergencia de una red extensa de producción de datos digitales. Esta gigantesca infraestructura nos remite, indefectiblemente, al espectro de los datos masivos (big data) y a las formas en la que estos datos son administrados por los cálculos algorítmicos. Dominique Cardon (2018), quien se propone abrir la caja negra algorítmica, sugiere una distinción entre señales y rastros para comprender el modo en que los algoritmos hacen inteligibles los comportamientos de los usuarios. De este modo, se realiza el perfilado de los usuarios para hacer predicciones y sugerencias. Por un lado, están los «datos señales» que implican contenidos explícitos, informaciones o expresiones subjetivas (un estado, una foto de perfil); y, por otro, los «datos rastros», que son implícitos, registros contextuales de comportamientos (clicks, scrollings, navegación o georeferenciación). Así, los algoritmos más «eficaces», son aquellos que logran emparejar «estrechamente señales informativas con rastros de comportamiento»; es decir, «los que se sirven de rastros para encontrar la mejor relación entre señales» (Cardon, 2018: 82, la cursiva es del autor). Esta continua relación que los algoritmos de aprendizaje establecen a «tiempo real» entre rastros y señales, es lo que posibilita el ejercicio de la anticipación y de la incitación a la acción en términos comportamentales. Esto nos lleva directamente —sostiene Cardon—, a la emergencia de un «conductismo algorítmico» que se presume predictivo bajo la condición hipotética de que «nuestro futuro será una reproducción de nuestro pasado» (ibídem: 91). Conforme con esto, sería conveniente entonces formular la siguiente pregunta: ¿qué es lo que conducen exactamente los algoritmos y cómo lo hacen específicamente?

A propósito de este problema, Rouvroy y Berns (2018) proponen el término «gubernamentalidad algorítmica», el cual definen como un nuevo régimen numérico de verdad ejecutado mediante sistemas automatizados de modelización de las relaciones sociales. Asimismo, los procedimientos algorítmicos que sustentan esta nueva racionalidad de gobierno constan de tres momentos decisivos. En primera instancia, se produce un almacenamiento de datos (datawarehouse), proveniente de todo tipo acciones que se suceden en la web o que son captadas por la inmensa cantidad de sensores dispersos por la red so­ciotéc­nica (ya sean móviles o fijos). Estos continuos acontecimientos analógicos son desprendidos o abstraídos de su «realidad» espacio-temporal para devenir datos, los cuales son cosechados en enormes silos de almacenamiento llamados servidores. Este modo de acopiar datos propicia la emergencia de un régimen de verdad que pretende sustentar su objetividad y su correspondencia desideo­lo­gi­zada con el mundo mediante la creación de una réplica de datos de todo lo existente. En un segundo momento, entra en juego el tratamiento de estos datos para producir conocimiento; o bien, dicho de otro modo, la extracción específica o minería de datos (­dataminig). En esta instancia los cálculos algorítmicos trabajan automatizadamente con los datos masivos para producir correlaciones o patrones. En tal sentido, a estos dispositivos no les preocupa corroborar una hipótesis previa a partir de los datos recogidos, sino que producen conocimiento inmanente por medio del aprendizaje maquínico (machine learning) basado únicamente en correlaciones (es decir, que las hipótesis emergen de una lógica interna proveniente del ordenamiento de los propios datos). Por último, esta nueva racionalidad de gobierno despliega un momento de acción sobre las conductas o «perfilado algorítmico». Aquí, no se trata tanto de identificar a una persona específica sino correlacionar ocurrencias dispersas y conectarlas para predecir los comportamientos y así hacer sugerencias o incidir sobre un medio. Esta eficacia predictiva depende de la alimentación, por parte de los usuarios, de las bases de datos donde se nutren los algoritmos. Dicho de un modo comercial, en los términos que utilizan las páginas web y las plataformas, mientras más información aportemos a los algoritmos, mejor será nuestra experiencia, ya que el proceso de minería de datos y de perfilaje se corresponderá mejor con nuestros deseos y aspiraciones.

De esta manera, la gubernamentalidad algorítmica no trata de establecer lo normal, como un modo de vida a lo que todo tiene que tender (excluyendo lo que se aleja de la media), sino que se asemeja más bien a una estadística del tipo N=1, donde el sí mismo (en tanto que comportamientos perfilados por medio de la minería de datos), es el propio parámetro a seguir y con el cual relacionarse. En tal sentido, los procedimientos algorítmicos serían a-normativos, ya que no persiguen la determinación de un sujeto medio, sino que amplifican correlaciones que se retroalimentan con las interacciones y con el acoplamiento cada vez más encarnado y personalizado con los objetos digitales. Esto se hace posible debido a que la gubernamentalidad algorítmica ha dado un paso más en la sofisticación de lo que Foucault (2006) entendió como los dispositivos de seguridad. Esta dimensión aparentemente a-subjetiva del gobierno algorítmico, se halla en que los algoritmos operan sobre las acciones de los usuarios a través de construcciones elaboradas en base a la correlación de comportamientos y de acciones captadas que se asimilan a perfiles. Es decir, que no requiere de un sujeto individual para su funcionamiento maquinal, sino de una cantidad de fragmentos, de rastros y señales operables a partir del manejo de la información y los datos.

«La gubernamentalidad algorítmica no produce subjetivación alguna, rodea y evita a los sujetos humanos reflexivos, se alimenta de datos infra individuales insignificantes en sí para plasmar modelos de comportamiento o perfiles supra individuales, sin jamás interpelar al sujeto, sin jamás llamarle a que rinda cuenta por él-mismo de lo que es, ni de en qué podría devenir». (Rouvroy y Berns, 2018: 130)

3.3. La experiencia digital desde la vía de acceso de la «subjetivación»

Como hemos visto, entre la matriz cibernético-digital del saber y la matriz para el ejercicio del poder de tipo algorítmico se ejecuta un ensamblaje inmanente y una potenciación recíproca. Como sostiene Foucault, «entre técnicas de saber y estrategias de poder no existe exterioridad alguna, incluso si poseen su propio papel específico y se articulan una con otra, a partir de su diferencia» (1978: 119-120). Además, en esta red de saber-poder emerge una tercera vía de acceso inmanente a la experiencia digital: la subjetivación. Foucault argumenta que cada una de estas dimensiones tiene un papel específico y, simultáneamente, se entrelazan y hacen eco entre ellas. En nuestro caso, la pauta que las conecta desde su diferencia es el proceso de digitalización. Así, la matriz cibernética del saber pone en juego unos regímenes de veridicción de tipo digital para los cuales la verdad deja de residir en el Ser, la Naturaleza o la Razón, siendo su nueva sede (ontológica y epistemológica) los datos y metadatos que recopilan y gestionan los sistemas informáticos. Además, estos juegos de verdad dan pie a la producción de objetos digitales con los cuales se ejerce un tipo de poder gubernamental (al­gorít­mi­co) que interpela a los seres humanos ya no desde un enfoque puramente disciplinar, sino desde las lógicas del control abierto, continuo y a-normativo. Por todo lo anterior, en estas redes de saber-poder se produce una co-respondiente mutación de los modos de subjetivación, los cuales se hacen eco de este proceso de digitalización. Como sostiene Avanessian, «en el centro de todo esto se encuentra el algoritmo, el objeto en la intersección entre el espacio informático, los sistemas culturales y la cognición humana» (2021: 102); es decir, que la experiencia digital-algorítmica se entreteje como una gran red de saber, poder y subjetivación en que se pone en juego nuestra vida cotidiana.

En efecto, para Foucault resulta fundamental aprehender cómo de las redes de saber-poder (es decir, del ensamblaje de formas de saber posible y la puesta en juego de matrices normativas para el comportamiento), emergen de forma inmanente modos de existencia virtuales para sujetos posibles. En vez de centrarse en una «teoría del sujeto» (esto es, en visiones que defienden la existencia de una forma universal de subjetivación que se articula con independencia de sus condiciones históricas de emergencia), lo importante para él es «analizar las diferentes formas mediante las cuales el individuo se ve en la necesidad de constituirse como sujeto» (Foucault, 2011: 21). De este modo, pasamos de la cuestión del «sujeto» (en sentido universal, trascendental y a-histórico, como el Dasein de Martin Heidegger) a una problematización sobre las formas de subjetivación; es decir, sobre las prácticas concretas de relación consigo mismo a partir de las cuales el individuo se ve ante la exigencia de constituirse como sujeto (ya sea en el ámbito moral, sexual, profesional o político). Y, como vimos en anteriores apartados, los procesos de digitalización se vuelven transversales no solo respecto a la matriz de los diferentes saberes y de los modos de ejercicio del poder (en tanto que gubernamentalidad algorítmica), sino que la progresiva digitalización de la vida cotidiana implica que las diferentes dimensiones de acción en que el individuo se ve inmerso sean experimentadas protagónicamente (mas no de forma exclusiva) a través de dispositivos digitales que sirven de soporte a las técnicas y tecnologías de la relación consigo mismo.

Cada vez con más fuerza y preponderancia las relaciones amorosas se ejecutan por intermedio de plataformas de citas (como Meetic o Tinder); las prácticas de ocio y entretención por servicios de streaming (como Netflix, HBO Max o Amazon Prime); las prácticas sexuales se ponen en juego en líneas eróticas y plataformas de contenido pornográfico (como Xvideo o Pornhub); nuestras interacciones cotidianas con familiares y amigos por medio de redes sociales y aplicaciones de mensajería instantánea (como Facebook, Messenger y WhatsApp); las relaciones con nuestro propio cuerpo a través de prácticas deportivas ejecutadas mediante dispositivos tecnológicos que permiten cuantificar el sí mismo12; por no mencionar —claro— que para realizar cualquier transacción monetaria se debe contar con una cuenta bancaria (en instituciones financieras cuyo modelo de negocios se convierte progresivamente hacia lo que se suele denominar como banca digital13), y, para realizar cualquier trámite con la administración pública se ha vuelto obligatorio contar con una firma electrónica y/o certificado digital.

Como podemos ver, la transversalidad de lo digital resulta protagónica y abrumadora en diferentes ámbitos de nuestra vida cotidiana. Sin embargo, esta disposición matricial de la d­igitalización no pasa únicamente por el ensamblaje constante y continuo con dispositivos digitales, dando lugar a problematizaciones que ponen como eje central de sus propuestas la emergencia de una mente incrustada (Haugeland, 1993) o una mente extendida por la tecnología (Clark y Chalmers, 1998). La digitalización, como vimos, implica cuantificar en amplitud y discretizar en el tiempo un flujo analógico-continuo (en este caso, la propia experiencia que tenemos de nosotros mismos) en, y mediante, dispositivos externos. Si bien para ciertas visiones filosóficas, como la de Stiegler o Derrida, esta interrupción de la continuidad y la inmediatez ya se ejecuta desde el quehacer técnico de los homínidos (siendo esta deriva protética, esta necesidad de soportarse en la exterioridad, la que explicaría la emergencia de la conciencia), existe un relativo consenso en aprehender nuestro actual momento histórico como un promotor y potenciador de prácticas que nos hacen experimentarnos protagónicamente de modo fragmentado y discontinuo. Lazzarato (2012), por ejemplo, es enfático en recalcar que, si bien hoy en día siguen activas las estrategias de dominación que buscan gobernar por medio de la individualización (a las cuales denomina como «sujeción social» y serían disposiciones protagónicas en las sociedades disciplinares descritas por Foucault), en nuestras actuales sociedades de control abierto y continuo lo fundamental pasaría por el ejercicio de prácticas de «servidumbre maquínica»; es decir, por tecnologías de gobierno que buscan «la captura y activación de los elementos presubjetivos y preindividuales (afectos, emociones, percepciones), y transindividuales, para hacerlos funcionar como piezas, como engranajes de la máquina semiótica del capitalismo» (ibídem: 713-714). O bien, por decirlo alineados con el cada vez más famoso texto de Deleuze (1991), lo que tenemos es una gestión de lo dividual14, en tanto que dominio pre-consciencial y a-subjetivo, siendo esto a lo que apuntábamos en el apartado anterior cuando mencionábamos que la gubernamentalidad algorítmica es una práctica a-normativa que gestiona sociedades sin sujetos15.

Desde el campo específico de la biometría esto queda claramente de manifiesto. Como plantea Pugliese (2013), las prácticas biométricas no solo entretejen la carne con los algoritmos, sino que, al hacerlo (es decir, al transmutar algorítmicamente el devenir biológico en dato digital) se produce una escisión entre el cuerpo, el sujeto y la identidad. Cuando se genera un dato biométrico (por ejemplo, la huella dactilar con que desbloqueamos nuestro ordenador o ingresamos a la plataforma digital de nuestro banco), lo que ocurre es que un fragmento digitalizado de nosotros mismos se convierte en el verificador de nuestra identidad que, por ende, se ve fragmentada. Como sostiene Pugliese, este fragmento digitalizado de nosotros mismos funda un nuevo régimen de veridicción en que la parte se vuelve más importante que el todo. Dicho en otros términos, el dato biométrico se convierte en una verdadera sinécdoque del sujeto, siendo estas dividualidades los unidades mínimas con que operan las plantillas de registro biométrico y las que otorgan sentido a nuestro devenir como subjetividades digitales.

Así, la discontinuidad respecto a la experiencia de nosotros mismos se ve amplificada por las prácticas digitales, y es en sus regímenes de veridicción en donde nos exploramos y conocemos. Ya no tiene sentido, en un foco de experiencia digital como el nuestro, preguntarse prioritariamente por las diferentes formas mediante las cuales el individuo se ve en la necesidad de constituirse como sujeto (por la sencilla razón de que el modo individual, sin dejar de existir, resulta subsidiario de los factores pre-individuales y trans-individuales que la digitalización de la vida pone en juego). La individualidad biológico-corporal de un viviente homínido, para experimentarse como sujeto digital, debe ser indefectiblemente (y de forma simultánea) más y menos que un individuo. Dicho en otros términos, ser un individuo, hoy en día, es hacer lo imposible, en tanto que nos subjetivamos mediante prácticas que nos sitúan en terrenos de juego que nos obligan a experimentarnos fundamentalmente desde dimensiones «pre» y «trans» individuales. Pero, ¿qué significa concretamente todo esto? Veámoslo mediante dos breves ejemplos.

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Figura 1

Dos ejemplos de gubernamentalidad algorítmica

Si desbloqueamos nuestro teléfono móvil nos encontramos rápidamente con algo como esto: ¡decide no decidir! Cuando autores como Ed Finn (2018) se preguntan «¿qué quieren los algoritmos?», y la respuesta dada es algo así como ayudarnos a no tener que decidir constantemente sobre el presente, no parecen estar exagerando o errando el diagnóstico. Las matrices normativas de comportamiento que ponen en juego las operaciones propias de un régimen de gubernamentalidad digital implican que los algoritmos cruzan «el umbral que lleva de la predicción a la determinación, de modelar estructuras culturales a construirlas» (ibídem: 160). Y, al hacerlo de este modo —es decir, dándonos un presente a partir de proyecciones futuras de datos pasados— se ejecuta un cambio en la propia matriz con que conceptualizamos y experimentamos el tiempo. En esto, Avanessian (2021: 32) es enfático y directo: «no solo las cosas están cambiando, sino el tiempo mismo», y esto debido a que opera una forma de tiempo no-cronológico que hace que las posibilidades futuras sean comercializables y negociables en el presente. O bien, por decirlo de otro modo, «nos enfrentamos a ficciones que se hacen a sí mismas reales desde el futuro» (ibídem: 93). Como vimos previamente —parafraseando al propio Avanessian— la verdad no existe simplemente en el presente, sino que esta emerge con el tiempo y siempre debe construirse primero (y, por lo visto, no la están construyendo los individuos/sujetos). Pero no se trata solo de eso. El régimen de veridicción que pone en juego la digitalización implica que ni siquiera la verdad reside en ellos. Como se puede apreciar claramente en la publicidad de Spotify (Fig. 1), ni siquiera el secreto de mis gustos más íntimos reside en la interioridad de mi cuerpo. Es explorando dicha plataforma digital que puedo aprehender algo sobre ellos. Se potencia, así, en un mismo acto cotidiano la gubernamentalidad algorítmica de prácticas que ordenan y regalan un presente (el poder) con los regímenes de veridicción que pone en juego la digitalización (el saber) a partir de la interfaz sujeto-aparato digital que define las prácticas de sí de nuestra contemporaneidad (la subjetivación).

Sin embargo, si hay algo que hemos aprehendido de Foucault, es precisamente que estas prácticas de sujeción se pueden experimentar simultáneamente como prácticas de liberación. Allí donde hay constricción emerge de modo inmanente un ejercicio de resistencia. Tanto ayer, como hoy,

«nos enfrentamos a puntos de resistencia móviles y transitorios que introducen en una sociedad líneas divisorias que se desplazan rompiendo unidades y suscitando reagrupamientos, abriendo surcos en el interior de los propios individuos, cortándolos en trozos y remodelándolos, trazando en ellos, en su cuerpo y su alma, regiones irreductibles». (Foucault, 1978: 117)

Por ende, el control abierto y continuo sobre lo vivo que ejerce la digitalización biométrica (molecularizando y dividualizando a unos sujetos abiertos en surcos y cortados en trozos pre y trans individuales) también puede ser experimentada desde la insumisión y la insurrección constante. Si, hace un instante, decíamos que ser un individuo era hacer lo imposible, ahora debemos añadir que podemos tender hacia ello en la ejercitación particular y colectiva de nuestros cuerpos. No se trata, evidentemente, de reactivar un modo de individualidad fijo, constante y esencialista, sino una estrategia de resistencia que implica recrearse individualmente siendo más y menos que uno mismo. O bien, por decirlo junto a Foucault (ibídem: 117), de lo que se trata es de ejecutar una «codificación estratégica de esos puntos de resistencia [que es, de hecho] lo que torna posible una revolución» que haga transmutar nuestras actuales prácticas de digitalización hacia nuevos terrenos de juego.

4. Conclusiones

La digitalización es uno de los focos de experiencia protagónicos de nuestra contemporaneidad. Su transversalidad, como hemos visto, resulta indiscutible y abrumadora si aprehendemos la progresiva digitalización de los saberes, las formas actuales de ejercitar algorítmicamente el poder y las prácticas de sí a partir de las cuales se pone en práctica una creciente digitalización de la vida cotidiana. Sin embargo, no se trata (al menos, para nosotros) de adoptar una postura tecnofóbica. Cuando mencionamos, al finalizar nuestro anterior apartado, que resulta adecuado hacer transmutar nuestras actuales prácticas de digitalización conduciéndolas hacia nuevos terrenos de juego, no estamos, en modo alguno, incentivando la fantasía de un retorno a la naturaleza. Antes bien, de lo que se trata es de hacer transmutar la digitalización (no eliminarla), aprehendiendo precisamente que la discretización y discontinuidad que esta pone en juego (en relación al ejercicio de flujos continuos y análogos), en modo alguno es propiedad exclusiva de la operación de nuestros actuales aparatos digitales. A estos, de hecho, debemos aprender a conocerlos; o, por decirlo junto a Simondon (2007), debemos tomar consciencia del modo de existencia del objeto técnico.

Esto, no obstante, no implica en modo alguno adherir al tecnofílico fervor cibernético de fantasías transhumanistas (en la línea de Bostrom o Kurzweil) o, a su vez, caer en una suerte de fe cuasi-religiosa en los «data» (que ha sido descrita mediante conceptos tales como dataísmo, data-fetichismo o data-fundamentalismo). Si estas visiones intentan explotar explícita e implícitamente la raíz etimológica de la palabra «dato» (del latín datum, que significa «lo dado»), lo que aquí sugerimos es la necesidad de desentrañar las prácticas concretas mediante las cuales se construye aquello que consideramos como objetiva y digitalmente otorgado. Y, para ello, resulta de gran relevancia problematizar el modo de existencia del objeto técnico [como hace la propuesta de Simondon y, actualmente, el elogio a la tecnodiversidad ejecutado por Yuk Hui (2020)]. De este modo, nos alejamos de la estéril dicotomía «tecnofilia-tecnofobia» y, en su lugar, potenciamos las redes de saber, poder y subjetivación con una cuarta vía de acceso a la experiencia de la digitalización, constituida por el objeto técnico.

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1 Marco Maureira desea agradecer el financiamiento y soporte del «Programa Margarita Salas», financiado por la Unión Europea (NextGenerationEU) y el Ministerio de Universidades, Gobierno de España.

2 El proceso de minería de datos consiste en distinguir los datos que son útiles de los que no para un algoritmo. Amoore y Piotukh (2016b) sugieren la idea de ingestión para dar cuenta del proceso de atracción de gran cantidad de datos diversos, que ulteriormente pueden ser asimilados o expulsados en base a un proceso de selección. Para Rouvroy y Berns (2018) la minería de datos es un una fase de la gubernamentalidad algorítmica donde se producen correlaciones y patrones a partir del análisis de los datos.

3 Por razones de espacio, este trabajo no pretende hacer una revisión exhaustiva acerca de la noción de experiencia en Foucault y sus posteriores comentarios. Para tener una visión más rigurosa del tema, ver Hermo, 2015.

4 Siguiendo a Agamben (2007), toda la historia de la filosofía se podría reescribir definiendo a los autores/as que han desarrollado su trabajo desde una línea inmanentista (Spinoza, Nietzsche, Foucault, Deleuze) y los que se han alineado con una línea trascendentalista (Kant, Husserl, Lévinas, Derrida). Actualmente, al hablar de digitalización, ocurre algo similar. Desde un enfoque inmanentista y continuista como el de Deleuze se sentenciará que «todo lenguaje digital y todo código, se sumergen, en lo más profundo, en un lenguaje analógico», dando preeminencia ontológica a este último (2014: 167). Por otra parte, desde la visión discreta y discontinua de Derri­da, se criticará abiertamente esta inmediatez analógica y continua: «Postulación continuista, decíamos, pues lo continuo nunca está dado. Nunca hay experiencia pura e inmediata de lo continuo. Ni de lo cercano (…) La síncopa y el contacto suspenden el proceso de la simultaneidad»; y, para Derrida, es precisamente esta discreción sincopada y trascendental la que resulta fundamental (2011: 186).

5 Norbert Wiener define a la cibernética como la ciencia de la dirección y la comunicación explicitando que dicho vocablo fue derivado «de la voz griega kubernetes o timonel, la misma raíz de la cual los pueblos de Occidente han formado gobierno» (1988: 15, la cursiva es del autor).

6 Esto, dicho desde Simondon, equivaldría a entender que «la cibernética marca el comienzo de una allagmática general (...) el programa de la allagmática —que apunta a ser una cibernética universal— consiste en hacer una teoría de la operación» que resulta transversal a los diferentes saberes (2015: 472, la cursiva es del autor),

7 En una línea similar, Amoore y Piotukh (2016b) sostienen que los dispositivos de cálculo algorítmico generan una espacialización del tiempo, de tal manera que pueden excluir potenciales eventos futuros. Esta traducción del tiempo en espacio permite que los dispositivos operen en términos de distancias entre conjuntos de datos, asociaciones, correlaciones o vínculos.

8 Tiqqun es un colectivo de autores anónimos que se funda en 1999 y se disuelve en 2001, luego de los atentados a las torres gemelas. En su breve existencia se publicaron dos números de la revista homónima con artículos dirigidos a construir una filosofía para el combate y una política de la trasformación del presente.

9 La noción de Imperio que maneja el colectivo Tiqqun, se inspira en la propuesta teórica de Toni Negri (2006), el cual no refiere a una entidad supra-territorial y global, administrada por ciertas clases dominantes que constituyen redes financieras y tecnocráticas, sino que el Imperio está allí en cualquier lugar donde las cosas simplemente funcionan, donde se encuentra la situación normal.

10 Tiqqun toma esta cita del trabajo del cibernético norteamericano Karl Deutsch, titulado «The Nerves of Goberment», publicado en 1953.

11 La idea de un entrelazamiento autónomo y paralelo entre una línea de evolución biológica y una línea evolución técnica ya la podemos encontrar en el trabajo de André Leroi-Gourhan (1988; 1989). Para él, en efecto, dicha coevolución no se produciría a partir del advenimiento de dispositivos digitales, sino desde los albores de la deriva de hominización.

12 Para un análisis más extenso sobre el Movimiento Quantified Self, ver González-García, Maureira-Velásquez y Tirado-Serrano, 2021.

13 Sin ir más lejos, el concepto mismo de «experiencia digital» (que estamos problematizando en este artículo) es profusamente utilizado en este campo empresarial.

14 Este concepto es acuñado por Gilles Deleuze (1991), y con él se intenta dar cuenta de las transformaciones en los modos de subjetivación dadas por una crisis en las sociedades disciplinarias y una transición hacia lo que él denomina «sociedades de control». Deleuze sugiere dos sentidos de lo dividual: 1) desde el punto de vista anatomopolítico, el par individuo-masas es sustituido por dividuos, muestras y datos; y 2) desde lo biopolítico, se sustituye la dicotomía salud-enfermedad (anclada en un cuerpo individual) por un concepto de enfermedad potencial o poblaciones en riesgo, en que lo fundamental pasa por «una materia dividual que debe ser controlada». Para una visión más completa sobre el concepto de lo dividual, ver Bruno y Rodríguez (2021).

15 Aquí es necesario enfatizar que cuando decimos que se trata de «una sociedad sin sujeto», no estamos diciendo que no haya procesos de subjetivación, sino que no hay sujeto en sentido clásico (es decir, esencialista, trascendental y unitario). Por tanto, cuando autores como Rouvroy y Berns (2018) plantean la existencia de sociedades sin sujeto (debido a la ejercitación de la gubernamentalidad algorítmica), nosotros preferiríamos hablar de la emergencia de un modo dividual de subjetivación.