De la disciplina al éxtasis: la evolución
de la identidad corporativa en el discurso gerencial
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From Discipline to Bliss:
the Evolution of Corporate Identity in Managerial Discourses

Luis Enrique Alonso*

Universidad Autónoma de Madrid

Carlos J. Fernández Rodríguez

Universidad Autónoma de Madrid

Palabras clave

Identidad
Cultura organizacional
Emprendimiento
Subjetividad
Empresa

Resumen: En las últimas décadas, se ha generado un importante debate sobre la fragmentación de las identidades en la sociedad contemporánea, con discusiones intensas sobre cuestiones como el individualismo, los roles de género o el regreso del nacionalismo. Sin embargo, en general se ha prestado menos atención a un espacio como es el de las organizaciones económicas y en particular la empresa, donde sin lugar a dudas también la cuestión de la identidad puede estar jugando un papel relevante. En este trabajo, nuestro objetivo va a ser el de discutir el fenómeno de la identidad corporativa, tomando cuenta su evolución histórica a lo largo de los últimos cien años (en los que se ha experimentado una creciente fragmentación de las identidades corporativas ante los relevantes cambios de las políticas gerenciales) y los análisis críticos que se han generado en torno a la misma, añadiendo unas conclusiones en las que se discute el impacto sociológico de estos cambios.

Keywords

Identity
Organizational culture
Entrepreneurship
Subjectivity
Corporation

Abstract: In recent decades, an important debate regarding the fragmentation of identities in contemporary society has emerged, involving intense discussions on issues such as individualism, gender roles or the return of nationalism. However, less attention has been paid to other spaces such as corporations, where identities may be playing a relevant role as well. In this article, our aim will be to discuss the idea of corporate identity, taking into account its historical evolution over the last century (with a growing fragmentation of corporate identities taking place after relevant changes in management policies) and unfolding the critical views and analyses that have focused on this topic, adding a set of conclusions in which the sociological impact of these changes is discussed.

* Correspondencia a / Correspondence to: Luis Enrique Alonso. Universidad Autónoma de Madrid, Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales. C/ Francisco Tomás y Valiente, 5 (28049 Madrid, España) – luis.alonso@uam.es – http://orcid.org/0000-0003-2065-1284.

Cómo citar / How to cite: Alonso, Luis Enrique; Fernández Rodríguez, Carlos J. (2023). «De la disciplina al éxtasis: la evolución de la identidad corporativa en el discurso gerencial». Papeles del CEIC, vol. 2023/1, heredada 9, 1-12. (http://doi.org/10.1387/pceic.24021).

Fecha de recepción: noviembre, 2022 / Fecha aceptación: diciembre, 2022.

ISSN 1695-6494 / © 2023 UPV/EHU

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El capitalismo cultural, se muestra así —contra el prejuicio obvio— no como un capitalismo suave, sino especialmente duro.

Andreas Reckwitz y Hartmut Rosa
(2022: 116)

1. Introducción

En las últimas décadas la cuestión de la identidad se ha convertido en uno de los temas centrales en los estudios organizacionales (Du Gay, 2007, 2019; Palmer y Clegg, 1996; Schultz, Hatch y Larsen, 2000). Justo en el momento del vaciamiento institucional de la corporación como organización social —y del ascenso de la hegemonía de la firma como construcción, hacia el entorno social, de una imagen atractiva de la empresa con el fin de atraer inversiones e incrementar de la reputación como poder simbólico (Deal y Kennedy, 2008)—, se ha venido afianzando el discurso de la identidad corporativa. Dicho discurso ha sido construido, en primera instancia, a partir de los materiales del idealismo culturalista más elemental proyectado sobre la vida de las compañías, para tratar de despolitizar y desconflictivizar el relato de su gestión al máximo, hasta crear todo un sistema de representaciones especialmente mitológicas del comportamiento organizacional (Fernández Rodríguez, 2007). Este uso (y abuso) del concepto de identidad organizacional, no deja de tener un sentido paradójico, porque cuanto más se afirman los valores de la buena imagen de la compañía, el humanismo, el compromiso con el medio ambiente, la independencia y empoderamiento de los empleados o el aplanamiento de las jerarquías, más conocemos hechos contrastados como la pérdida de la calidad del empleo, sistemas de remuneración más desigualitarios, la disminución de los derechos colectivos y la vulnerabilización de las posiciones laborales, mientras se defienden, hasta el blindaje, las posiciones de control, ligadas a las rentas tecnológicas o a los juegos financieros de las modernas firmas (Chamayov, 2022).

En este artículo, nuestro objetivo va a ser el de discutir este fenómeno de la identidad corporativa, para lo que vamos a dividir este trabajo en tres secciones. En la primera, se hará una presentación en líneas generales de lo que ha sido la evolución histórica de las identidades empresariales a lo largo de los últimos cien años, desde la época del fordismo ante los tiempos actuales de la «siliconización» del mundo (Sadin, 2018). Durante la segunda parte, se hará una valoración de los análisis críticos que se han generado en torno a la misma en el espacio de las ciencias sociales, particularmente en el marco de los denominados Critical Management Studies. Finalmente, el texto concluirá con una reflexión más sociológica sobre este fenómeno, exponiendo las problemáticas asociadas al ascenso de estas nuevas identidades empresariales.

2. El fenómeno de la identidad corporativa: de la pirámide jerárquica a la comunidad cultural

La aparición de la denominada empresa moderna industrial, caracterizada por su gran tamaño, estructura burocratizada y una gestión profesionalizada a cargo de ejecutivos asalariados (Chandler, 1988), supuso en su momento un desafío doble para las corporaciones, en un momento histórico marcado por un duro conflicto social. Por una parte, existía una evidente apuesta de las organizaciones por socavar la fuerza sindical y maximizar el ritmo de trabajo en las fábricas mediante el control y la vigilancia, con el fin de garantizar la disciplina en la empresa; y, por otra, existía también un deseo explícito de garantizar la unidad de acción dentro del cuerpo directivo y administrativo de la empresa. La respuesta a estos desafíos fue la adopción de la gestión científica del trabajo taylorista en el espacio de la fábrica y, en el caso del trabajo de cuello blanco, la organización de la oficina siguiendo el principio fayolista de la cadena de mando (Alonso y Fernández Rodríguez, 2018; Gantman, 2005).

Las grandes corporaciones de la era fordista pasan a organizarse como grandes pirámides jerárquicas, estratificadas en organigramas y cuyos miembros siguen una disciplina casi militar (Fernández Rodríguez, 2007), vigilados al menos en la fábrica por sistemas de corte panóptico (Gaudemar, 1991). Los símbolos de estatus son lo único que diferenciará a una masa anónima de individuos uniformados por la vestimenta (traje y corbata, falda las mujeres) y objetivos comunes. La integración se hará a través de la seguridad y la vigilancia: a cambio de obediencia, el obrero y el oficinista, sometidos en épocas previas a una gran inseguridad vital y laboral (Castel, 1995) obtendrán una cierta estabilidad en su puesto de trabajo y, en el caso de los cargos directivos, la posibilidad de una carrera profesional dentro de la empresa, lenta pero estable. De forma prácticamente análoga a la de los ejércitos (Kracauer, 2008), los miembros de las grandes corporaciones fordistas acuden a las gigantescas plantas industriales y a los enormes edificios de oficinas: son lo que Whyte (1968) denominó en su clásico trabajo «hombres-organización», esto es, profesionales con aversión al riesgo que buscan formar parte de una gran organización para garantizarse una vida sin sobresaltos, segura y, por qué no decirlo, un tanto gris. Formar parte de una organización significaba, en este contexto, integrarse en la disciplina de esta, acotada al menos a un horario de trabajo claramente establecido y en el que el empleado se limita, fundamentalmente, a cumplir con las órdenes y cometidos de sus superiores. Así la identidad corporativa se construirá sobre una suerte de anonimato en la que el individuo se integra a través de la obediencia en una corporación gigante, estable, poderosa, planificadora y racional. El deseo de mantener una uniformidad organizativa se visibiliza en el uso de uniformes corporativos no solamente basados en los códigos de vestimenta blue-collar y white-collar, sino en la aparición de elementos distintivos de las compañías en forma de pines, corbatas, gorras, etc. además de vehículos y otros objetos de uso cotidiano cuya posesión implica la identificación y pertenencia a una gran empresa.

Pese a este énfasis en la importancia de la racionalidad burocrática como elemento central de la gestión, lo cierto es que desde la década de los veinte enfoques como la Escuela de las Relaciones Humanas empezaron a enfatizar la importancia de complementar este enfoque de administración con refuerzos en la motivación psicológica de los empleados. Los influyentes trabajos de Maslow, Mayo, Barnard y otros (Alonso y Fernández Rodríguez, 2018) apuntaban a la gran importancia del factor humano en las organizaciones, y prepararán el terreno para un cambio de perspectiva en lo que respecta al rol del empleado y el directivo en la organización. Quizá el contexto de la Segunda Guerra Mundial, con la amenaza del comunismo soviético presente, sirviese de acicate para favorecer este giro humanista en la administración empresarial. Se apostará así progresivamente por una mejor integración del empleado en la empresa (pues la integración será ahora el concepto fuerte, en línea con el funcionalismo hegemónico en la sociología de la época) como vía para incrementar no solo el rendimiento del personal sino la estabilidad de la organización y sus procesos, imprescindible para asumir los desafíos de una producción masiva en serie. Formar parte de una organización, desde esta perspectiva, no debe limitarse solo a obedecer, sino también a participar: los directivos deben hacer un esfuerzo para integrar a sus empleados mejorando el clima organizacional y desarrollando medidas para aumentar su motivación (Gantman, 2005; Fernández Rodríguez, 2007), de manera que estos sientan que se les escucha y se les respeta.

No obstante, este equilibrio entre disciplina panóptica y motivación entrará en crisis a partir de la década de los sesenta. La crítica contracultural a las condiciones de vida del «hombre unidimensional» (Marcuse, 1995) y a los estilos de vida conformistas y consumistas de la «muchedumbre solitaria» (Riesman, 1968) inspirará otra crítica adicional a los métodos de integración de los empleados en las organizaciones y, de manera evidente, a ese «hombre-organización» alienado por las grandes corporaciones burocráticas. Las ideas libertarias procedentes del espacio de la contracultura, en un momento caracterizado por la lucha por los derechos civiles y la revolución sexual (Roszak, 1984), inspirarán nuevos modelos para la empresa y los empleados, una vez que buena parte de la emergente clase empresarial del sector de las nuevas tecnologías se está formando en California y está expuesta a la creatividad y colorido de la generación del rock psicodélico. Progresivamente, prenden en los nuevos emprendedores visiones de nuevos modelos de empresa pequeños, la mitología de los startups en garajes, con hippies melenudos diseñando la programación de software del futuro en el marco de una revolución en el campo de las tecnologías de la información. La imagen del nuevo emprendedor se asocia a nuevos significantes como la rebeldía y el inconformismo, lo que provoca una ruptura con la conducta y estética corporativa convencional. La obediencia y la etiqueta se dejan de lado y se apuesta todo a la motivación como eje de la productividad en las organizaciones: se promocionan nuevos valores como la intuición, el liderazgo o la capacidad de innovar y ser creativo, y progresivamente la atmósfera de la organización va a teñir­se de emociones (Alonso y Fernández Rodríguez, 2020, 2021; Fernández Rodríguez, 2007, 2022).

Y es que durante los años setenta va a tener lugar un cambio cultural significativo en las sociedades occidentales. La consolidación de la sociedad de consumo va a favorecer la progresiva preferencia por valores post-materiales y una mayor individualización y narcisismo de los individuos, que evidentemente va a afectar a la realidad organizacional. La fragmentación de la fuerza de trabajo será cada vez mayor, con una creciente diversidad a partir de la incorporación de mujeres y minorías. Y al mismo tiempo, se apostará, a nivel productivo, por una nueva organización empresarial basada en la flexibilidad y en los sistemas just-in-time japoneses que, en esa época, se convierten en el modelo competitivo por excelencia, conjugando calidad y precios competitivos (Alonso y Fernández Rodríguez, 2013; Gantman, 2005). Todos estos factores afectarán de forma significativa las culturas organizativas de las empresas occidentales, particularmente las norteamericanas, que buscarán referentes en las culturas de empresa japonesas, pero también en las startups de California. Ese sincretismo estimulará una cultura organizacional atravesada por paradojas: por una parte, se hará un énfasis creciente en la identidad personal, la competitividad de los individuos y su capacidad de motivarse con ciertos proyectos hasta el punto de convertirse en emprendedores; por otra parte, y como si se previese la disgregación que dicha tendencia podría implicar para las organizaciones, se apostará por culturas de empresa que persiguen comprometer a los empleados mediante un rico tapiz de experiencias en común, como el día del empleado, actividades de fin de semana para reforzar el equipo (paintball, y otros eventos similares), cenas de empresa, etc. y en las que las emociones se van a convertir no solo en un elemento siempre presente, sino en una herramienta de estímulo de la productividad. De este modo, contaremos con empleados individualizados, sin código de vestimenta (rechazando de hecho el uso de traje y corbata), con espacios de expresión personal, libertad de horarios; y por otra parte estos mismos trabajadores se verán obligados a participar en actividades en común, en ciertos rituales (atender cursos, escuchar a un coach), forzados a adaptarse a los requerimientos, flexibles, de la organización a la que sirven. De este modo, surgen nuevas formas de subjetividad vinculadas a la cultura empresarial y el emprendimiento cuyos efectos han sido valorados por diversos académicos (Alonso y Fernández Rodríguez, 2018, 2020; Laval y Dardot, 2013; Serrano Pascual, 2016), y que exploraremos de forma crítica en la siguiente sección del texto.

3. La crítica a las nuevas subjetividades empresariales

De alguna manera, la empresa fordista no tenía en cuenta la situación de sus empleados más allá de su explotación en la línea de montaje, y la identidad corporativa no tenía más alcance que la del encuadre en una estructura jerarquizada dentro de una corporación que, en ciertos casos, contaba con un tamaño extraordinario y unas capacidades financieras suficientes para sostener cualquier esfuerzo inversor y garantizar la supervivencia a corto plazo de la empresa ante circunstancias extraordinarias. Esta enorme capitalización de la gran corporación le permite proporcionar a sus empleados unos salarios elevados y unos beneficios sociales que contribuyen a garantizar la paz social y facilitar el desarrollo de su actividad económica sin sobresaltos. En este contexto, el trabajador fordista valora estar contratado por su organización de forma positiva pese a su escasa participación o motivación, una vez que esta situación de empleo generalmente fijo e indefinido le da acceso a un proyecto de vida estable (Sennett, 2000). La identidad, así, del asalariado de Ford, General Motors, General Electric o Boeing surge de la seguridad que le genera pertenecer a estas organizaciones y que le otorga la posibilidad, gracias a su nómina, de acceder al mundo del consumo de masas.

Sin embargo, las nuevas culturas corporativas surgidas durante la década de los ochenta han tenido una intención explícita de crear una identidad específica para los individuos en las organizaciones: la de personas comprometidas, productivas, flexibles, motivadas y felices. Como de alguna manera reconocían algunas voces, la anomia resultante de la individualización post-materialista había dejado a los empleados sin anclajes claros en valores compartidos, actuando la organización de forma compensatoria (Ouchi, 1985) mediante la puesta en marcha de culturas integradoras. También se podría argumentar que quizá la falta de valores derivada de la crisis cultural del capitalismo había desplazado el sacrificio inherente a la actividad empresarial (Bell, 1989), y ello hacía imprescindible la puesta en marcha de medidas que estimulasen la productividad. Y quizá se podría añadir que el recurso a las emociones característico de la cultura de empresa contemporánea no es otra cosa que el único recurso realmente efectivo para incitar el compromiso en un escenario de nuevas tecnologías, culto a la imagen y al narcisismo en la construcción de la identidad personal. Lo cierto es que en la empresa contemporánea, la búsqueda de la uniformidad en las identidades se ha sustituido por una llamada a la expresión personal, por la estimulación de conductas individualistas y emprendedoras, por el canto al sacrificio en términos de auto-explotación y, en general, por el deseo de dotar de unas nuevas identidades a sus empleados que combinen su imagen diferenciada (camisetas, peinados, barbas, géneros, etnias, sexualidades) con una actitud proem­pre­sa­rial indisimulada en todos y cada uno de ellos, y que en muchos casos va a tratar de emular modelos de conducta específicamente propios de hombres blancos y heterosexuales con sed de poder (Medina Vicent, 2020).

No obstante, estas nuevas culturas corporativas han generado paralelamente situaciones difíciles para los afectados por las mismas, exploradas ampliamente por la literatura académica (Alonso y Fernández Rodríguez, 2018). Como han señalado numerosos autores, el impacto de estas políticas de empresa no se ha limitado a la construcción de unas identidades artificiales —y probablemente artificiosas—, sino que ha conducido a situaciones de auto-explotación por parte de los empleados, estrés y fragmentación en los espacios de trabajo. Así, en las grandes corporaciones tecnológicas nuevos héroes de la gestión como Elon Musk o Jeff Bezos predican las bondades o directamente ponen en práctica jornadas laborales de sesenta horas semanales, mientras en China se ha consolidado el controvertido modelo 996 (de 9 de la mañana a 9 de la tarde, 6 días por semana). El énfasis en políticas como el emprendimiento (Hjorth y Steyaert, 2009; Serrano Pascual y Fernández Rodríguez, 2018) y el intraemprendimiento (Candil, 2020; Santos Ortega y Muñoz Rodríguez, 2018), donde se espera que dentro de la organización los empleados asuman conductas propias de los emprendedores, tiene como objetivo estimular en los mismos una mayor productividad y, por supuesto, un alineamiento de intereses entre ambos; sin embargo, su efecto más inmediato es, cómo no, una intensificación del trabajo. Intensificación que se manifiesta en largas horas en la oficina, desaparición del ocio y el tiempo libre y familiar, impactos personales a muchos niveles como el retraso de la maternidad (o directamente abandono de la idea) en las mujeres ejecutivas, o un disciplinamiento total de los cuerpos y las mentes de los empleados dentro del espacio empresarial, aceptando con docilidad las ideas y órdenes de los gestores. Y esto, evidentemente, tiene al final costes en la salud física y mental de estas personas (Pérez Zapata, 2019).

Adicionalmente, la búsqueda de una comunidad como espacio de construcción de identidades es continuamente perjudicada por la debilidad de los lazos sociales dentro de la organización, resultado de las políticas de flexibilidad aplicadas a la fuerza de trabajo. Se trata de construir una comunidad ante la pulverización de lo social, pero esta no es una comunidad imaginada sino realmente imaginaria, inexistente. De este modo, lo que termina surgiendo, en muchos casos, no es esa comunidad espiritual pretendida en la que los miembros se identifican como creyentes, sino que el resultado es más parecido al del desarrollo de sectas de carácter realmente destructivo, con un culto a los elementos más tóxicos que pueden prender en un ambiente de trabajo, y en la que se va a promover la obediencia, las jornadas de trabajo intensas y extensas, la competitividad despiadada entre los empleados y a veces un ambiente de terror organizacional que puede conducir a situaciones de burnout, depresiones e incluso suicidios (Aubert y De Gaulejac, 1993). Pueden así emerger culturas absolutamente totalitarias, orwellianas (Willmott, 2007), culturas invivibles (Revilla Castro, 2017), culturas elitistas (Alvesson, 2004) o culturas cínicas (Costas, 2012), y a todos nos vienen a la mente ejemplos como los de Enron, Amazon o France Telecom. Por supuesto, en los estratos más elevados de las empresas financieras van a surgir culturas depredadoras (con los lobos de Wall Street y otros tiburones de las finanzas, desconocedores de cualquier empatía hacia el resto de miembros de la sociedad) mientras que en los márgenes más precarios encontraremos simulacros de esa cultura empresarial, en las que se reproducen de forma caricaturizada y en ocasiones humillante las llamadas a la construcción de un espíritu comunitario en la empresa (Woodcock, 2017). Y en algunos casos ni eso, una vez que los trabajadores del nuevo precariado digital son habitualmente maltratados por unas políticas disciplinarias simplemente orwellianas.

4. La invención de la cultura de empresa y su doble: la identidad corporativa

Los procesos de dispersión productiva, fragmentación organizativa e individualización de las trayectorias laborales que han promovido las diferentes estrategias postfordistas de estructuración fluida de las empresas, tuvieron como consecuencia una evidente y rápida crisis de las llamadas identidades tradicionales en el mundo del trabajo industrial y la administración de empresa, rompiéndose los vínculos que habitualmente se habían creado en los modelos de la edad de oro del fordismo. Con ello asistimos a lo que se ha venido conceptualizando como crisis de las identidades obreras (Barranco, 2008) o en general, laborales, gestadas en el marco de la de las solidaridades mecánicas derivadas de la producción en masa y la gestión burocrática. Al mismo tiempo, también conocemos la crisis de las identidades profesionales (Dubar, 2000, 2002) derivadas de las fórmulas corporativas y de justificación (ideológica) de las cualificaciones altas y medias como posiciones supraordinadas en las jerarquías empresariales. Encontrándose ambas en un sistema genérico de identificación normativa en el ámbito del Estado-nación y en sus sistemas de mediación, regulación jurídica y negociación colectiva como marco ideal general —en forma de solidaridad orgánica— de resolución de conflictos.

Las transformaciones del modelo productivo han roto todos los elementos que habían estabilizado el modelo de corporación industrial, desestabilizando y precarizando el trabajo, así como descentralizando y diseminando la producción hasta transnacionalizarla y globalizarla, sustituyendo las pirámides por las redes y las divisiones y subdivisiones internas de la gran corporación por los mercados concertados, la subcontratación y la externalización del mayor número de funciones que no supongan el núcleo estratégico y, sobre todo, máximamente rentable, de la producción empresarial. Las organizaciones, por tanto, se han vaciado de su sentido material tradicional (unificadas en el espacio-tiempo con actores presentes en grandes complejos donde no solo se producían mercancías o servicios, sino también sentidos y discursos de identidad social) y se han roto como corporaciones donde se articulaban las identidades laborales con las identidades profesionales (cuadros, técnicos administrativos y financieros, etc.) en un marco normativo y funcional del conflicto; frente a ello nos encontramos en la literatura managerial con el máximo apogeo de la idea de «la firma», entidad jurídica de difusa localización material, diseminada, descentralizada, despersonalizada y con sede fiscal confusa (Spulber, 2018). La volatilidad estructural de este concepto de empresa se compensa con sus mitos tecnológicos, sus héroes supuestamente carismáticos y sus leyendas fundacionales (empresas fundadas en garajes, genios de Silicon Valley, millonarios filántropos, etc.) y donde ya no son los actores sociales internos de la corporación los que justifican la actividad gerencial, sino un complejo sistema de afectados externos: los stakeholders o grupos de interés (los consumidores, los inversores, los grupos de simpatizantes y/o detractores, los lobbies y grupos de presión, los medios de comunicación, etc.) a los que la firma debe ofrecer su imagen de eficiencia, solidez, proximidad, rentabilidad y, por supuesto, responsabilidad social y ambiental (Freeman, Harrison y Wicks, 2007).

El concepto de cultura de empresa se ha venido utilizando, por lo tanto, como un recurso discursivo que pretende unificar todos los nuevos universos simbólicos de los actores internos y externos implicados en la vida de las empresas-red bajo un valor (y un liderazgo) distintivo, positivo y retórico que trata de disolver, o al menos ocultar, los conflictos y busca la adhesión tanto de los agentes sociales tradicionales como de los stakeholders o grupos de interés a una especie de patriotismo de la firma, modelado según un relato donde las diferencias estructurales de intereses se disuelven en una historia colaborativa común —una leyenda— de una su­periden­ti­dad narrada según los proyectos, valores y normas de las empresas, actuando como firmas maximizadoras de beneficios para los inversores y de poder para sus ahora llamados CEO (Micklewait y Wooldridge, 2003). No es de extrañar, de esta manera, una vez agotados todos los lugares comunes del culturalismo idealista más o menos convencional (manejar la cultura como maneras de hacer, tradiciones, rituales, creencias y símbolos comunes que nos identifican y que aquí son aplicados sin demasiadas cautelas teóricas al mundo de la empresa), el paso siguiente sea más atrevido. Y así, por ejemplo, Geert Hofstede (2003), acaba definiendo contundentemente el concepto de cultura organizacional como una programación de la mente que distingue a los miembros de una organización, condiciona a los acores de su entorno y provoca comportamientos buscados. Este software mental, como propone Hofstede al definir las culturas corporativas (Hofstede, Hofstede y Minkov, 2010), tiene el efecto de construir la identidad de todos los grupos sociales implicados en la vida de las organizaciones según los intereses estrictos de los núcleos de poder de las firmas. Estas últimas ahora tratan de convertirse en el gran relato armonizador de todas las posiciones sociales (muchas veces en abierto conflicto) que se dan en el espacio de la producción y la reproducción mercantil, así como tratan además de invadir todos los campos del espacio social (los ejemplos de las empresas tecnológicas, los fondos de inversión o las grandes farmacéuticas son claros en esta estrategia).

A partir de aquí la noción de cultura organizativa trata de hacerse expresiva y performativa como modelo sociohistórico de dominación económica mediante un concepto derivado y ampliamente difundido que es el de identidad corporativa (Hatch y Cunliffe, 2013). Esta expresión ha ido generalizándose en el discurso del management como un proceso de manifestación del «sí mismo» empresarial, a partir de la unificación de imágenes que se generan en el interior de la organización y se perciben en el exterior; unificación reflexiva que algunos autores muchas veces sin citarlos, desarrollaron desde el modelo clásico del self y las dinámicas especulares de formación de la identidad de George Herbert Mead o el interaccionismo simbólico (Hatch y Rubin, 2002). Aunque luego, en realidad y en los usos instrumentales, este concepto de ideación corporativa se limita a la creación de una imagen publicitaria y al diseño de todos los signos, logos, grafismos, mensajes y relatos que hacen reconocer y reconocerse una empresa frente a otras e incluso frente a sí misma (Costa, 1999).

Esta idea de la identidad corporativa, concebida como una identidad manipulable, creada con materiales simbólicos totalmente controlables desde la posición del emisor, está asociada a todas las formas posibles de publicidad pagada, y trata de excluir cualquier mensaje no programado desde el núcleo corporativo; asimismo, intenta contrarrestar cualquier relato asociado a sujetos no controlados desde el centro de poder de la firma, lo que significa, por definición una negación del carácter social, histórico, relacional, colectivo y conflictivo de la identidad tal y como la han abordado las ciencias sociales (Alvesson, 1990). Pero el concepto de identidad corporativa, por vacío y artificial que pueda aparecer en una primera visión, ha cumplido una función esencial en la producción y estabilización de una imagen de empresa, en la que la pirámide organizacional se convierte en la firma como red tecnológica: esto es, un sistema de coordinación jurídica, socialmente no identificada, de tratos y contratos que forman cadenas complejas de creación y difusión del valor. Los recursos retóricos de la identidad corporativa —creando sus héroes, mitos, símbolos y etiquetas— tratan de rellenar la pérdida de identidad (e identificación social) de la organización económica contemporánea. Como ejemplo, tenemos los discursos del liderazgo carismático —frente a la legitimidad racional legal—, el encumbramiento de los superhéroes tecnológicos de la aristocracia digital actual, y el barroco despliegue de simulacros con marca (incluida la marca personal) diseñados y programados por las grandes firmas. Son simulacros y representaciones que van mucho más allá de los anuncios tradicionales o la propaganda comercial, y que funcionan como dispositivos de des-socialización, individualización y creación de nuevas subjetividades.

5. Conclusión

En suma, la manufactura de la identidad corporativa ha devenido en el pensamiento managerial como el proyecto de incrementar —por saturación simbólica— la influencia directa de las empresas sobre la sociedad en su conjunto, minimizando las regulaciones estatales e intentando bloquear la posibilidad de una historicidad colectiva donde los agentes no mercantiles puedan presentar desafíos simbólicos alternativos (Touraine, 2022). Estas maniobras culturales se presentan como de primera importancia para la unificación de la imagen social y la formación de representaciones legítimas de firmas que han devenido cada vez más fragmentadas, volátiles y reticulares y donde el trabajo y el factor humano considerado colectivamente ha sido invisibilizado y sus derechos minimizados, proponiendo como relato alternativo el del emprendedor, la innovación tecnológica desbocada, la culturas empresariales creativas, el mago de las finanzas o el empresario popular y populista. Las disonancias culturales (Lahire, 2004) de este software mental de la empresa-red no han tardado en aparecer, y por ello resulta más que difícil conciliar la escasa o nula base social de sus propuestas y su tendencia a la individualización radical en todos los niveles sociales (sea la individualización ofensiva y promocional de las élites o aspirantes a élites, sea la individualización disgregadora y defensiva impuesta a los sectores más vulnerables) con las propuestas idealizadas de nuevos liderazgos carismáticos o identidades corporativas integradoras. Las empresas-red nominalmente realizan discursos humanísticos abstractos, pero bloquean cualquier limitación social, ética o medioambiental que pueda limitar mínimamente su rendimiento económico. La tensión está aquí y es difícil de disimular, todavía no sabemos la capacidad de unificación simbólica y éxito real de estos conceptos de disciplinamiento soft —como ajuste suave de los cuerpos a la producción de mercancías (y de sentido)— que proponen conceptos como los de cultura organizativa e identidad corporativa, o se acabará recurriendo al autoritarismo patronal más o menos encubierto, el populismo de derechas y los discursos de identidad más tradicionales (el nacional frente al extranjero, el rico frente al pobre, los honrados frente a los corruptos, los activos frente a los pasivos, los políticos frente al pueblo, etc.), justo cuando la crisis económica viene repetidamente haciendo acto de presencia y muestra el rostro menos amigable y funcional del conflicto social.

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1 Este trabajo ha sido financiado en el contexto del proyecto de investigación del Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades, con referencia PGC2018-097200-B-I00.